Camino a Pentecostés

ROMANOS 5,3-5:

Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado

¿Cuántas veces habré oído esta parte de la Carta a los Romanos de San Pablo? Pues sin duda muchas porque ha dejado eco multitud de veces en mi corazón. En Maranatha, mi pueblo de la Renovación Carismática, la hemos oído bastante. Chus Villarroel la ha comentado repetidas veces, tanto en sus libros como en sus predicaciones. Te atrapa, aunque no puedas entenderlo del todo. Si seguimos hablando sobre ella, si cada vez que me la encuentro, vuelvo a poner toda mi atención alerta, es porque todavía no ha terminado de desvelar su profundidad, al menos para mi.

Pues bien, el pasado lunes, volví a cruzarme con este pasaje, con la diferencia que esta vez me ha sido revelado un nuevo significado, o, mejor dicho, una nueva aproximación que me ha llenado sobremanera, hasta el punto de querer compartirla con vosotros.

Todas las mañanas dedico a rezar media hora, antes de desayunar y empezar el trajín diario. Comienzo leyendo el evangelio del día y a continuación suelo realizar alguna lectura con su correspondiente meditación. Puede ser un libro de espiritualidad cristiana, normalmente un libro de la Renovación, o como en estos días uno de los libros de la Biblia. Ahora mismo estoy leyendo la Carta a los Romanos. Ya cuando empecé a leer el primer capítulo, me di cuenta de que había una diferencia sustancial respecto a las otras veces que lo había leído en el pasado, y es que esta vez podía entenderla, o al menos me ofrecía un significado leyéndola de corrido, sin pausas. Y es que la Carta a los Romanos tiene una profundidad inmensa, derivada de una gracia especial derramada sobre el apóstol San Pablo. No me hacía falta parar para leer una segunda vez un párrafo, me ofrecía un significado inmediato, con la consecuencia de que podía disfrutar de su lectura corrida, sin parar a elucubrar sobre el posible significado de cada frase.

Estaba pues en esta lectura mañanera, cuando llegué de nuevo a Romanos 5, 3. Esta vez sí, tuve que parar, porque de nuevo esta frase no acababa de revelarme su contenido, como siempre había pasado antes. Y es que resulta tremendamente cautivadora, al enunciar una serie de relaciones causa-efecto, que resultan difíciles, primero de entender, y segundo de verificar o contrastar en nuestras vidas. La tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Al acercarme a esta serie de relaciones de nuevo desde la razón y la lógica humana, no acababa, de nuevo, de entenderlo, aunque como siempre, parecía vislumbrar una verdad cautivadora. Ahí hay algo, pero no acabo de entenderlo me decía.

Así que me puse a rezar, “Señor dame luz”, y me faltó por añadir “que iba muy bien”. Es entonces cuando pensé que este razonamiento necesitaba de una clave. Cuando nos enfrentamos a un enigma, lo que buscamos es una clave, una llave, que abra la puerta del entendimiento. Y para entender esta frase hacía falta una clave, que no había tenido antes, ni tenía ahora.

Al leer el final de esta, “la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”, me di cuenta de que el amor de Dios no era el final de la cadena, sino la causa de que la esperanza no defraudara, pero no sólo eso, era la causa de que toda la cadena de efectos se pudiera producir. El Espíritu Santo al derramar el amor de Dios en nuestros corazones produce esos efectos y no otros. Es como si hubiera dos escenarios, el escenario con la acción del Espíritu Santo y sin su acción. O, mejor dicho, dejando al Espíritu Santo actuar o apartando su acción. El Espíritu Santo estaba en todo el proceso, en toda la cadena, desde el principio hasta el final, afectando al desenlace de cada eslabón causa-efecto.

Entonces me vino la siguiente idea a modo de revelación, “mira cuál sería el desenlace sin la acción del Espíritu Santo”. A lo cual procedí, resultando tremendamente, revelador, porque sí era una lógica a la que estaba acostumbrado, era la lógica del mundo.

Sin el apoyo y el consuelo del amor de Dios, para empezar, no hablaríamos de tribulaciones, que es una palabra un tanto en desuso, ya que se utiliza poco y queda un tanto reservada en su uso diario a enfrentarse a un dilema. “¿Qué hago?”. Si uno se enfrenta al mundo en soledad, sin el apoyo de Dios, no hablamos de tribulaciones o de dilemas, hablamos de angustias, agobios, tormentos, congojas, ansías. Es otro nivel. Por eso Jesús nos dice, “venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mateo 11,28). Junto al amor de Jesús, las angustias no se viven en soledad y sin visos de solución. Junto a Jesús, la solución sí aparece. Puede no ser la solución inmediata al problema en cuestión, pero sin duda se abre un camino, una puerta, hay una salida. Jesús ofrece su acompañamiento, su hombro sobre el que reposar y llorar, su brazo sobre el que sujetarse y levantarse, un camino por el que andar, con una meta que se vislumbra, siempre junto a Él. Esa diferencia la marca el amor de Dios, derramado a través de Jesucristo, o lo que es lo mismo a través de su Espíritu Santo.

Sin la acción del amor de Dios, la angustia desde luego no produce paciencia, sino otra cosa muy distinta, inconformidad. La tribulación vivida junto a Jesucristo forma parte de un camino que se quiere recorrer. “Yo soy el camino, y la verdad y la vida” (Juan 14,6). Sin Jesucristo, la angustia es algo que hay que quitarse de encima. Duele, hace daño, quieres desprenderte de ella y quieres desprenderte de ella ya. La angustia, el tormento, carece de sentido y si carece de sentido genera un sentimiento de injusticia, que a su vez alimenta el rencor y la rabia, que a su vez fortalece el sentimiento de inconformidad. Todo bajo el paraguas de un razonamiento muy humano “¿por qué a mi?”.

Sin la acción del amor de Dios, la inconformidad rabiosa y con un sentimiento de legitimidad por una situación que se entiende injusta, desata el pecado. No ninguna virtud probada. Si yo sufro de forma injusta y sin sentido, me siento legitimado a hacer lo que quiera, caiga quien caiga y suponga lo que suponga. El pecado se hace manifiesto en multitud de formas, eso sí todas legitimadas por la inconformidad con una situación angustiosa y que entendemos injusta. “La vida es así” se dicen y la mentira, el robo, el adulterio, la indiferencia, el asesinato etc. etc., hacen su aparición plenamente legitimados.

Este es nuestro mundo, este es el día a día. Cada mañana nos desayunamos con multitud de noticias que escuchamos ya indiferentes. Cuando el pecado campa a su anchas, se pierde la fe en lo bueno de las personas, se pierde la fe en el futuro, en que algo bueno pueda suceder o cambiar las cosas. “La vida es así, un sin sentido, un estercolero de las inmundicias humanas” nos decimos. La vida no se vive, se sobrevive. La desesperanza surge como consecuencia última. Y la desesperanza defrauda, porque cada día no es un gozo sino un sueño fallido.

Queda así una concatenación de efectos muy mundana, sin la acción de Dios en ningún momento. No nos gloriamos en nada. Buscamos evitar el sufrimiento que provoca la angustia. Una angustia que produce inconformidad, la inconformidad provoca el pecado manifiesto, y el pecado manifiesto llena nuestros corazones de desesperanza, y la desesperanza defrauda, porque el amor de Dios no estaba en nuestros corazones porque rechazamos la acción del Espíritu Santo que se nos ha dado.

A mi me ha resultado tremendamente esclarecedor esta visión, hasta el punto de que ahora puedo entender mucho mejor el versículo de San Pablo.

Nosotros nos gloriamos en la tribulación, sí nos gloriamos, porque el amor de Dios está presente en cada momento de nuestra vida. Nos ha sido dado el Espíritu Santo, regalado sin ningún motivo, sin ningún mérito, “dulce huésped del alma”. En la Secuencia de Pentecostés, podemos ver precisamente cómo el Espíritu Santo cambia nuestra vivencia diaria:

Ven Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo,
Padre amoroso del pobre;
don en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si Tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus Siete Dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno

La tribulación no es angustia, es una vivencia que vivimos acompañados por nuestro Señor. Le da otro sabor, otro significado, es un camino que comenzamos a recorrer junto al amado, junto al Señor. Un camino, donde el Espíritu derrama su amor a cada paso. Queremos pasar la cruz, pero no queremos pasarla solos, queremos pasarla junto al Él, “cualquier cosa, pero contigo Señor”. Por esto tenemos paciencia. Tiene que ser con Él. Y la paciencia, genera virtud probada, no pecado, porque vivimos y queremos vivir la tribulación junto a nuestro Señor, el que nos ama y al que amamos. Y la virtud probada produce esperanza, porque empezamos a ver el reino de Dios ya aquí en este mundo y en nuestras vidas. Nada de esto defrauda, todo lo contrario, es una vivencia de amor de principio a fin. ¿Por qué?, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Espero que este escrito os haya esclarecido el versículo de San Pablo, y que haya alimentado vuestros corazones. Aunque pienso ahora, ya terminando, que, sin la acción del Espíritu Santo, este escrito resultará tan incomprensible e ignoto como la frase de San Pablo. Y al mismo tiempo, pienso, que gracia tenía que tener San Pablo, para compendiar todo este razonamiento, en una simple frase dicha de forma tan natural.

“Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8,12)
Camino a Pentecostés