Testimonio de la obra del Señor en mi corazón
El otro día fui a caminar con unas amigas y estuvimos hablando sobre el confinamiento y lo que estaba repercutiendo en nuestras vidas y en las de nuestros seres queridos. Es increíble todas la libertades que teníamos en nuestra «sociedad del bienestar» y que ni siquiera éramos conscientes. El salir a la calle, ir de tiendas, de bares y restaurantes, al teatro, al cine, viajar, pero sobre todo como hemos sido privados de socializar. El no poder quedar con familia ni amigos, hacer planes, invitarles a comer a casa, ir a cenar a un restaurante, hacer excursiones, en definitiva, compartir tiempo con nuestros seres queridos. Creo que esa es la parte más dura y la que más nos cuesta a la mayoría de nosotros porque, aunque la tecnología y las videoconferencias nos han ayudado mucho, la realidad es que cuando le das a “salir de la reunión”, estás solo… Ahora se avecinan las Navidades y ya estamos con limitaciones de cuantos podremos juntarnos y asumiendo que van a ser unas navidades muy distintas a las que estamos acostumbrados… En definitiva, al no poder socializar nos encontramos de frente con la SOLEDAD. Creo que lo que más se ha experimentado en esto del confinamiento es que al no poder hacer planes, al no ver gente, al no poder trabajar, uno se encuentra en casa solo y de frente con su realidad una y otra vez, sin poder salir de ella, sin poder evadirse porque no hay manera de desconectar y distraerse.
Estuvimos hablando de nuestros padres, de como se van haciendo mayores y lo difícil que es manejar esa situación como hijos, con el agravante de vivir a miles de km de distancia, cómo acertar con las decisiones que nos toca ir tomando y la profunda pena de verlos tan solos, otra vez la SOLEDAD. Estuvimos hablando de la pérdida de un ser querido y el vacío tan grande que queda en el corazón, otra vez la SOLEDAD.
El caso es que cuando nos despedimos, fui haciendo un rato de oración en el coche sobre la conversación que habíamos tenido, pero sobre todo por cada una de nosotras, por nuestros padres, por las personas de las que habíamos estado hablando, por nuestras pérdidas y por nuestros vacíos y soledades… Y mientras oraba sentí como el Señor me decía en el corazón: “Tú sabes mucho de SOLEDAD, predícame a mí y la obra tan grande que he hecho en tu corazón, anuncia el evangelio”. Yo me quedé helada, no entendía bien a qué se refería pero de repente me dio un enfoque completamente nuevo de mi testimonio de encuentro con Él.
Sé que os lo he contado un montón de veces, pero para hablar del Señor, yo no puedo separarlo de mi historia porque ahí es donde sucede el encuentro personal, ahí es donde experimento un Cristo vivo y resucitado que me ama profundamente, ahí es donde se da mi salvación y la sanación de mis heridas. Si lo separase de mi historia ya no tendría sentido, no sería vivencia, sería un Dios teórico, de libro, frío y lejano, que dice cosas muy bonitas pero que a mí no me dice nada, que no actúa en mi vida, en definitiva que no me salva.
Entendí que la SOLEDAD está muy relacionada con la falta y la carencia de amor, pues se puede estar rodeado de mucha gente pero sentirte muy solo por la ausencia de afectividad. Si os fijáis bien, la falta de amor es la base y el problema de casi todas las situaciones que nos hacen sufrir y nos llevan a la SOLEDAD. Cuando vivimos la pérdida de un ser querido, nos deja un gran vacío de amor en el corazón. Cuando hemos tenido unos padres que no nos han querido, nos deja un gran vacío de amor en el corazón, una carencia tan grande, que es capaz de condicionar el resto de nuestra vida. Cuando vivimos una traición, una separación, un divorcio, todo es falta de amor, nuestro corazón está hecho para amar y ser amado. Creo que las faltas al amor son los vacíos más hondos y profundos que podemos tener y los únicos que por más que busquemos llenarlos de otras cosas, solo el Señor, el Dios de Amor puede llenarlos y sanarlos. Como decía San Agustín: Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.
Entendí mi experiencia de vida desde otra perspectiva, viéndola desde una profunda carencia de amor. Vivir la enfermedad de mi madre siendo una cría, luego su muerte cuando yo tenía tan solo 11 años fue un golpe tremendo, al ser la pequeña de los 6 hermanos estaba todo el día con ella, mis hermanos eran más mayores, “entraban y salían”, supongo que disfrutaría de ellos de otra manera pero yo recuerdo que muchas veces le decía que no quería ir al colegio y no me llevaba, nos íbamos por ahí a pasar el día juntas o con sus amigas. Después también se podría decir que sufrí un poco la pérdida de mi padre, pues a raíz del fallecimiento de mi madre, empezó a beber y durante muchos años se centró en el trabajo y en el alcohol, con lo que yo pasé de ser “su pequeña” a la que tanto consentía a convertirme en “un cero a la izquierda” y la buena relación que siempre habíamos tenido se transformó en continuas discusiones. Mis hermanos tampoco fueron un gran apoyo por aquel entonces, por la diferencia de edad, estábamos en etapas muy distintas… Yo estaba empezando la adolescencia y ellos en la universidad y lidiando con los primeros trabajos, con lo que nos separaba un abismo en nuestras vivencias y experiencias (es curioso como a determinadas edades la diferencia de edad puede significar una distancia enorme… Gracias a Dios, con los años se va acortando y ahora tengo una relación estupenda con todos ellos). Ocho meses después de fallecer mi madre nos mudamos a Barcelona con lo que para mí también fue una pérdida, pues las pequeñas seguridades que había construido en mi entorno, mi colegio, mis amigos, desaparecieron por completo. Verdaderamente fue una desnudez total y absoluta en la parte afectiva y todas estas vivencias crearon un gran vacío en mi interior.
Así fui creciendo y pasando la vida y ese vacío siempre me acompañaba. Mi época de estudiante en Barcelona fue una etapa súper divertida que recuerdo con muchísimo cariño, hice buenísimas amigas (con las que todavía mantengo la amistad) pero todas las confidencias, risas, locuras y noches de juerga no conseguían llenar mi vacío. Allí conocí a Mark y me enamoré hasta los huesos, pero a pesar de ser un tipo estupendo y haber muchísima complicidad entre nosotros, no conseguía hacer desaparecer ese profundo sentimiento de SOLEDAD que tenía en mi interior. Nos casamos y nos fuimos a vivir a Madrid, otra etapa maravillosa, rodeados de gente estupenda y amistades inigualables. Allí fui madre y nacieron mis dos hijas, sin duda una experiencia muy bonita pero yo seguía con ese profundo vacío en mi corazón que cada vez se iba haciendo más hondo. Oía a la gente compartir sus experiencias; “¡¡¡Qué maravilla enamorarse y compartir la vida con el hombre al que amas!!!” “¡¡¡Ser madre es lo mejor que me ha pasado en la vida, no hay momento más lleno de amor!!!” Pero yo no lo experimentaba así, nada de todo eso conseguía llenar ese vacío que iba creciendo y ahondando en mi interior. Tenía la sensación de vivir en blanco y negro, como si tuviera un velo negro en la cabeza que no te permite ver la intensidad de los colores, como si te dijeran: la vida es como una naranja, ya verás que buena y que sabrosa es, ¡pruébala! y yo chupaba la cáscara y pensaba, pues no está mal, pero tampoco es para tanto… Empecé a tener muchos miedos, yo que nunca había tenido miedo a nada, empecé a ser súper prudente, me daba miedo conducir, me daba miedo ir por la calle sola de noche, tenía miedo a que les pasase algo a las niñas o a mí…
En esas estaba cuando se organizó una quedada con el grupo de amigas de Barcelona, así que allí me fui. Fue un fin de semana estupendo, lleno de risas y confidencias, como si no hubiera pasado el tiempo y nos hubiéramos visto antes de ayer. Recuerdo explicarles lo de mis miedos e inseguridades y me decían: eso es la madurez Almu, por fin estás ¡¡¡madurando!!! Antes de volver a Madrid, decidí ir a visitar a mi amiga Suspi, una amiga de la adolescencia, que es monja de clausura. El convento me pillaba de paso, así que mejor imposible, después de la visita continuaría hacia Madrid. Nos hizo muchísima ilusión vernos a solas, pues las visitas que le había hecho últimamente siempre iba con mi marido y con las niñas. Fuimos profundizando en la conversación y me contó con detalle su testimonio de encuentro con el Señor a raíz de una oración de efusión del Espíritu que hizo un sacerdote de la Renovación Carismática que había ido a darles unos ejercicios al convento. Me dejó impresionadísima la historia de sanación interior que me contó, pero lo que más me impactó fue la Paz con la que podía hablar de todo ello, de unas vivencias tan sumamente duras… Creo que ha sido la primera vez en mi vida que no hice un juicio sobre algo, me quedé muda, sin entrar a pensar lo que estaba bien o lo que estaba mal, simplemente le escuché, no sabía que esas cosas podían pasar hoy en día, que un Cristo vivo y resucitado te podían sanar y liberar de semejantes heridas en el alma.
Nos despedimos y retomé mi viaje a Madrid, salí de allí diferente, algo había pasado en mi interior, como si se hubiera hecho una grieta en mi corazón de piedra por la que el Señor, después aprovechó a colarse… Fui pensando en todo ello mientras conducía y la noche se me echó encima. Empecé a sentir mucho miedo, todavía tenía que conducir unos 400km hasta Madrid, al ser de noche no tenía mucha visibilidad, los faros de los coches que venían de frente me deslumbraban completamente, comenzó a llover y la visibilidad empeoró, había un montón de acuaplaning en la carretera y sentía muchísima inseguridad… Fui disminuyendo la velocidad y llegó un momento en que me veía incapaz de adelantar a un camión que tenía delante en la autopista, me daba la sensación de que el carril izquierdo era muy estrecho, que mi coche no cabía y no fui capaz, así que empecé a ir a 70 km/h por la autopista y detrás del camión que me salpicaba con fuerza todo el agua que había en la carretera… En esa situación de desesperación de ver que no era capaz de llegar a Madrid empecé a rezar, (hacía muchos años que no rezaba, estaba muy alejada de la Iglesia y de las cosas de Dios) y le pedí al Señor que me ayudara, que no me sentía capaz de llegar a casa yo sola y después empecé a cantar canciones que cantábamos en las eucaristías del cole con las monjas. Así, empecé a sentirme mejor, experimenté en mí la frase de san Agustín: “El que canta ora dos veces” y así fui profundizando y profundizando en la oración, nunca había tenido una experiencia igual, me envolvía una gran Paz que jamás había sentido, lloré intensamente por haberme distanciado del Señor, verdaderamente arrepentida, compungida, pero Él no me acusaba, no me culpabilizaba, solo me envolvía en un inmenso Amor. Me cuesta un poco expresarlo en palabras, porque se quedan cortas para describir semejante experiencia pero fue como una explosión dentro de mí, como si mi corazón se hubiera hecho grande de repente y hubiera roto una capa endurecida que no le dejaba respirar, se me quitaron todos mis miedos, juicios y prejuicios, culpabilidades, rencores, podía ver a personas y situaciones que antes me incomodaban y me producían malestar con “ojos de misericordia” y eso me llenaba de una inmensa alegría y un gran gozo. Fue como si me levantara el velo negro y de repente ¡¡¡podía ver la vida a color!!! Cómo si se hubiera abierto la naranja y pudiera saborearla.
Es curioso pero escribiendo ahora me doy cuenta de que ésta experiencia fue como una metáfora de la vida. La noche, la lluvia, la falta de visibilidad, la sensación de que el coche me patinaba y yo no podía controlar, el camión enorme que me escupía el agua y todavía me dificultaba más la visibilidad pero yo me mantenía detrás de él… Todo me parecen situaciones que podemos encontrarnos a lo largo de la vida, cuántas veces nos aferramos a relaciones dañinas, la sensación de inseguridad frente a las responsabilidades que te va dando la vida, el miedo a equivocarte, las ganas de “tirar la toalla” ante cualquier dificultad, y así un sin fin de situaciones que puedes vivir. Es impresionante la diferencia entre vivir todo eso tú solo o vivirlo a la luz de la fe y acompañado de Jesucristo, ¡cambia completamente! Ya lo dice el Señor en el evangelio: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. No recuerdo en qué momento adelanté al camión pero durante esos 400km la experiencia que tuve del Señor fue impresionante, llegué a casa y le conté a Mark todo lo que me había pasado y me escuchó sin juzgarme, sin decirme que estaba loca de remate. También llamé a Suspi para explicarle todo y se alegró un montón, me recomendó buscar algún Seminario de la Renovación Carismática que empezara en Madrid.
Buscando en internet encontré un Seminario que empezaba al lado de casa, en un grupo de la Reno que se llamaba Maranatha, lo daba Chus Villarroel, así que me fui el jueves. Allí escuchaba cosas que no entendía bien pero me gustaba como sonaban. Era una predicación distinta, que llegaba directa al corazón sin pasar por el razonamiento de la cabeza. No daban el típico mensaje que siempre había oído en la Iglesia de “moralinas” y “buenismos”, de obligaciones y sacrificios que se meten en tu conciencia hasta culpabilizarte por ser incapaz de cumplir con tanta cosa. Allí te anunciaban que Dios te quiere tal y como eres, tal y como estás, con tus pobrezas e incapacidades, en tu pecado… No hace falta ser bueno y hacer mil méritos y sacrificios para ganarte su amor porque Él te Ama, Él es el que viene al encuentro contigo, Él es el que toma la iniciativa porque te Ama. Solo tienes que creerlo y experimentarlo, para ello lo único que hay que hacer es abrir tu corazón a Cristo y dejar que Él actúe en tu vida.
Disfruté muchísimo de las charlas y llegó el “retiro de efusión”, un fin de semana de retiro en medio de los siete jueves del seminario, en el que se hace la efusión del Espíritu, un acto muy sencillo en el que oran por tí imponiéndote las manos en la cabeza e invocando al Espíritu Santo. El caso es que durante la efusión del Espíritu volví a la niñez y tuve un sentimiento muy fuerte de soledad y luego claramente llegó la muerte de mi madre y ese sentimiento de soledad se multiplicó por 10.000 y apareció también un profundo sentimiento de abandono. Cuando yo estaba sintiendo esa soledad tan tremenda notaba como el Señor me decía en el corazón: “no llores, yo siempre he estado a tu lado, siempre he estado contigo, nunca te he dejado sola, pero no tenías ojos para verme” y acto seguido, empezaron a pasar distintas imágenes por mi retina en las que me veía de niña, sola, llorando y el Señor estaba a mi lado. En ese momento se fue sanando el vacío tan tremendo que arrastraba desde la infancia, fue como si el Señor fuera llenando con su Amor y su misericordia cada rincón de mi corazón, fue iluminando cada momento de oscuridad y soledad y poniendo su inmenso Amor allí dónde más lo necesitaba. Todavía hoy, después de 11 años que sucedió aquel “encuentro” me sigue explicando algunas escenas y detalles de la sanación que obró en mí. Puso el perdón en mi corazón a muchos rencores que tenía guardados, pero sobre todo me llenó hasta rebosar ese vacío tan hondo que tenía y que me impedía ver y disfrutar la vida en plenitud. Mi vida cambió completamente y nunca me he vuelto a sentir sola, nunca he vuelto a mendigar ni amor ni aceptación, sé que Él está conmigo y con Él todo lo puedo, nunca más he vuelto a sentir esos miedos e inseguridades que me paralizaban completamente, porque como dice el Éxodo 15, “mi fuerza y mi poder es el Señor, él es mi salvación”. Desde entonces, solo repito una y otra vez, todo menos perder a Jesucristo, todo menos perder mi intimidad con Él, todo menos perder mi gran tesoro. No sé qué me deparará la vida, pero lo único que tengo seguro es que quiero vivirla junto a Cristo, creo que podría superar cualquier adversidad y sufrimiento por grande que sea pero de Su mano, todo menos perderle a Él.
Podría contaros con detalle y en profundidad cada imagen que pasó por mi retina y que quedó sanada en aquel momento, pero me daría para escribir un libro, así que solo voy a contaros en detalle una, que sucedió la noche que murió mi madre. Mi madre murió en casa, un 6 de diciembre hacia las 23:00h. Recuerdo unos minutos después de morir mi madre que me fui a mirar por el ventanal que teníamos en el salón, vivíamos en un piso justo delante del mar. Yo miraba hacia el horizonte y no podía ver nada, porque era de noche y todo estaba muy oscuro, lloraba absolutamente desconsolada y solo me repetía una y otra vez: pero… y… ¿¿Qué voy a hacer yo sin ella?? Y mirando hacia el frente solo veía oscuridad. Recuerdo que vino mi hna. Paz a consolarme, también mi tía Angelines, pero a mí nada me consolaba, solo me repetía una y otra vez: pero… y… ¿¿Qué voy a hacer yo sin ella?? Y seguía mirando hacia el oscuro horizonte… Ese momento, a lo largo de mi vida, lo he recordado montones de veces y siempre de la misma manera, pero esta vez la imagen fue muy distinta, en lugar de mirar hacia la oscuridad, vi el reflejo en el cristal de lo que pasaba dentro, el cristal de la ventana actuaba de espejo y me pude ver a mí, llorando desconsolada, pero detrás de mí estaba Jesús abrazándome. En ese momento desapareció de repente todo el desconsuelo y la tristeza y experimenté un profundo amor y perdón. Pude perdonar a mi madre, porque aunque ella no lo eligió ni lo decidió, la realidad es que se marchó y a mí me dejó muy sola, sonará muy raro pero yo tenía un gran bloqueo interior, recuerdo cuando en casa hablábamos de ella y la recordábamos con mis hermanos, yo siempre me iba, no podía hablar de ella, sentía un gran dolor en el corazón, con muchísimo rencor hacia ella por haberme abandonado. También me pude perdonar a mí misma por tener esos sentimientos que no entendía y me hacían sufrir tremendamente, supongo que un psicólogo me hubiera ayudado a ordenar ese “cajón desastre de emociones”, resultado del triste acontecimiento que sucedió en la familia, pero por aquel entonces no te llevaban al psicólogo y para mí fue un golpe tan duro que me superó y no supe encajar… Finalmente pude perdonar a Dios por permitir que pasara todo aquello, porque no estuvo ajeno, estuvo conmigo, acompañándome en mi dolor, pero efectivamente, yo no tenía ojos para verle. El caso es que el Señor me dió una visión completamente distinta de la situación y la herida quedó sanada, podía pensar en ello sin que me produjera ningún dolor, es más sentía una inmensa Paz y tranquilidad en mi corazón.
Después de 11 años hay una cosa que tengo clarísima y es que no cambiaría mi encuentro con Cristo por nada del mundo. Aquí estoy, siguiendo este camino de vida espiritual, no sé si seré mejor o peor persona, pero lo que sí tengo claro, es que soy infinitamente más libre y feliz, que Cristo está Vivo y Resucitado y que si le dejas actuar en tu vida la transformará y la llenará hasta rebosar de su Amor. Él ha ocupado el lugar que le correspondía en mi corazón, ya no soy yo el centro sino Él y desde Él a todo lo demás y así le voy entregando cada parcelita de mi corazón. Mi matrimonio, mis hijas, mi familia, mis circunstancias, está todo entregado al Señor, ya no soy yo intentando amar a mi marido y a mis hijas desde mis limitaciones, pobrezas y complejos sino que está ahí el Amor del Señor que es el que nos une y nos alimenta… Siento que quiero de una forma mucho más profunda, libre e ilimitada a Mark y a las niñas, puedo disfrutar muchísimo más de ellos, el Señor me ha cambiado la visión, la perspectiva y sobre todo el corazón.
Ojalá que en este tiempo que nos queda de Adviento, seamos capaces de abrir y preparar nuestro corazón, para que esta Navidad nuestros vacíos y soledades se conviertan en el lugar de “encuentro” con el Señor, con el Dios de Amor, el único capaz de sanar nuestras heridas y de llenar nuestros vacíos más profundos. Esta Navidad, Dios se hace niño para nacer en cada uno de nuestros corazones y acercarse sin que le tengamos miedo, sin juicios, sin acusaciones, sin culpabilizarnos por nuestro pecado, porque el Amor ha vencido y todo un Dios hecho hombre ha derramado hasta la última gota de su sangre por tí. Recibamos y acojamos ese Amor, que no se derrame ni una sola gota en vano. Sintámonos profundamente queridos en nuestro ser y especialmente en nuestras debilidades y pobrezas, allí donde ni siquiera nosotros mismos podemos querernos. Dejemos entrar el Amor del Señor en nuestros vacíos y oscuridades para que los sane, restaure, renueve y resucite con su misericordia y profundo Amor. Que esta Navidad sepamos decir como la Virgen María: “hágase en mí” y abramos las puertas de nuestro corazón de par en par a Jesucristo.
¡¡Gloria al Señor!!
Testimonio de la obra del Señor en mi corazón
Graciaaaaas