57. Don de fortaleza. Por Chus Villarroel

Pienso que todos los hombres, en algún momento de su vida deberían de hacerse esta pregunta: ¿Estoy yo justificado? En caso de tener que rendir cuentas, ¿en qué me puedo apoyar, qué avales presento? Esta pregunta viene muy bien a cuenta de la fortaleza que tengo para hacer el bien porque, según dice Santo Tomás de Aquino, de las cuatro heridas graves que nos dejó el pecado original una de ellas se refiere a la fortaleza. Nos dejó tan debilitados para el bien que se puede temer cualquier cosa.
En este don de fortaleza también existe pareja de hecho, lo que pasa es que los dos llevan el mismo nombre. Existe la virtud de la fortaleza y el don de fortaleza. Este don tiene como objeto llevar a la virtud de la fortaleza a lo más alto, allí donde ella por sí misma nunca llegaría. Quizás el ejemplo máximo que se pueda poner de esto es el que se refiere al martirio. La fortaleza humana aún ayudada por la gracia no tiene la fuerza de entregar la vida en determinados casos. Se necesita el don que te refuerce en ciertos   trances sin que la debilidad del hombre le traicione a uno.
Anoche soñé que en un convento donde no haya gratuidad es casi imposible vivir la fortaleza sin caer en rigorismos y graves tensiones. Aunque todos queramos cumplir la ley, las distintas interpretaciones, intereses y objetivos, nos distanciarán a unos de otros. El objetivo sería la perfección del cumplimiento, pero eso no es un objetivo verdadero. El aspirar a la perfección no ayuda a convivir. La fortaleza que se derrocha en estos casos resulta estéril.
Santo Domingo tuvo una intuición genial. No se atrevió a ponerla en las constituciones y ni siquiera en las recomendaciones. La intuición consistió en decir a sus frailes que la regla y constituciones hay que cumplirlas, pero no obligan a pecado. En todas las congregaciones religiosas uno se justifica cumpliendo las leyes. En eso está la perfección. Santo Domingo dijo que no. Ahora bien, si no condenan, tampoco salvan. Las leyes no nos justifican ni salvan. Por eso dijo que, si él supiera que en algún convento se cumplían las leyes para salvarse por ellas, iría con una navaja a romper los códices.
¿Qué nos salva entonces? ¿Quién nos justifica? No queda otra que Jesucristo   mediante su sangre gratuita. Tiene que ser el amor a Jesucristo por su obra con nosotros y, mediante él, el amor a los demás lo que nos avale y justifique cuando haya que rendir cuentas. Las constituciones y las leyes sirven para encauzar la convivencia pero no para justificarse. Yo en el convento siempre he visto que se aplica la fortaleza para el cumplimiento de la ley y de las obligaciones comunes. Si es así, tengo claro que no tengo ese don. Soy una persona poco atada a determinadas pautas y rutinas. Quiero hacer el bien y me sale el mal. Doy gracias a Jesucristo que me sacó, como dice Pablo, de este cuerpo y estos tinglados que me llevan a la muerte.
La fortaleza y su don tienen para mí, no obstante, mucha vigencia. La perfección que no he conseguido mediante el cumplimiento de la ley la he obtenido por la vivencia de la gracia o gratuidad. Me siento salvado por Jesucristo, y gracias a ello la oración y la alabanza han cobrado en mí una auténtica unción que nunca conseguí yendo a coro por imperativo legal. La fortaleza para orar la he hallado en el don que se me ha regalado. Sin olvidar que el don como obra del espíritu Santo es sabroso y lo facilita todo desde el amor. Pero no sólo eso. El don de fortaleza te guía, te hace ser bueno y cumplidor en tus relaciones con los demás, te quita los complejos, traumas, cura tus heridas de convivencia, te pacifica dándote fuerza para aceptarte tal como eres tú y a los demás tal como son. La fortaleza tiene mucho que ver con la aceptación de ti mismo y de tus circunstancias.
Sabéis que la virtud de la que hablamos es una de las cuatro cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Eso quiere decir que alrededor de ella giran otras virtudes como hacen los satélites alrededor del sol. Hay muchas pero voy a citar solo unas pocas. A todas ellas puede llegar también el don como llega la luz del sol a la tierra. Cito la paciencia, la perseverancia, la constancia, la magnanimidad, la longanimidad. Ahora, últimamente, ha salido una nueva que la estoy oyendo mucho con ocasión de esta pandemia de coronavirus que estamos sufriendo. Es la resiliencia que es la capacidad que tiene una persona para superar circunstancias traumáticas como la muerte de un ser querido, un accidente o cosas semejantes.
La paciencia todo lo alcanza, dice un aforismo. Es más bien una virtud pasiva, de acogida, de espera, acoge todo lo bueno que llega. Es parte de la fortaleza porque se refiere, sobre todo, al mal. Es más difícil resistir que atacar. Ayuda a soportar mil cosas y es insustituible en la obra que la gracia hace en nosotros. A su tiempo, a su hora, en su momento, hay que esperar la maduración, que la tierra esté en sazón. Con esto se parece a la longanimidad que es el ánimo de las esperas largas. Esperar y esperar. Cuando uno es anciano te das cuenta de que has sido sometido durante tu vida a la longanimidad. Has aprendido a esperar y te das cuenta de la plenitud a la que se llega con la espera. Sin la plenitud de la espera yo no habría llegado a nada y, sobre todo, no habría llegado a estar contento de mi vida, de todo lo que me ha pasado, de no desear cambiarme por nada ni por nadie.
En castellano hay dos palabras parecidas que son la espera y la esperanza. La esperanza se relaciona con la promesa, la anhela y desea llegar a ella. Todos buscamos y deseamos llegar a un país que mane leche y miel. La espera modera a la esperanza haciéndola sabia y realista, enseñándole a conocer el valor del camino y de lo que en él nos encontramos. La longanimidad es la ciencia de la larga espera, de la perseverancia, de la constancia y hasta de la magnanimidad. Esta última consiste en tener el ánimo grande para seguir adelante, aunque no suceda nada, para atender a una persona, aunque falle continuamente.
Quizás necesitemos estas virtudes estos días de larga espera recluidos en casa por temor al coronavirus. Sería buen ejercicio meditar en estas cosas y en estas virtudes y también en el daño de los vicios contrarios como son el nerviosismo, la depresión, el mal humor, la crítica. Un ejercicio de longanimidad daría mucho fondo y calado a todo lo que seremos y hagamos en la vida.