56. Don de piedad. Por Chus Villarroel

Para poder vivir con equilibrio y profundidad este don es muy importante haber tenido un hogar sin violencias, rigideces y desamores. En esto yo, como he dicho, he tenido suerte. No todos los niños que vienen a este mundo tienen la misma suerte porque se pueden encontrar con padres desavenidos o con la convivencia rota, como sucede hoy con mucha frecuencia. Es duro pensar en esos niños que tienen que cambiar de padre cada fin de semana.
Es importante también la cultura de la familia, de la ciudad, del pueblo donde cada uno ha nacido. Si desde pequeño te inoculan veneno contra algo o contra alguien desfloran tu inocencia y entras por los mismos odios o rechazos que a lo mejor ha vivido tu familia desde siglos. La herencia es muy importante. Si tu abuelo y tu abuela se llevaban mal, tú lo vas a notar en tu vida.
El don de piedad del que vamos a hablar viene también de la mano de su pareja, lo único que en este caso él y ella se llaman igual. Hay una virtud llamada piedad y un don que tiene también el mismo nombre. El don viene a potenciar y elevar la piedad hasta ver a Dios como padre de todas las cosas. A lo cual se llega pasando por Jesucristo y viviendo la misma filiación que vivió él con su padre del cielo.
Hasta catorce veces cita Jesús a su Padre del cielo en el sermón de la montaña. El vive de esa filiación en este mundo y sin duda en el otro. Nos dice, por ejemplo: No os preocupéis de lo que tenéis que comer o beber porque mi Padre del cielo os dará cuanto necesitéis. Ni un solo cabello de vuestra cabeza se os cae sin que mi Padre se dé cuenta. El don se da cuando podemos vivir esta virtud de la piedad como la vivió Jesús.  Nos dice:  Yo estoy con mi Padre y vosotros conmigo y yo con vosotros. Jesús está con el Padre por su divinidad y nosotros con él por la humanidad. Por lo tanto, Jesús es el mediador que nos une y nos hace vivir en plenitud este don de piedad ya que él es el que une nuestra humanidad con el Padre divino de los cielos. El Padre de Jesús es mi padre.
La virtud de la piedad es la que nos hace querer nuestras cosas y raíces. Con ella queremos a nuestra familia, nuestro pueblo, nuestra tierra, nuestra lengua, nuestra gente y costumbres. Es bueno no ser personas desarraigadas. Es la virtud de la piedad la que nos encarna y nos arraiga y nos da pertenencia. Si no tienes un pueblo, eres un huérfano, estás como sin hogar y sin patria. No tienes nada o, como se dice cruelmente en castellano, ni un perro que te ladre. Esta virtud es perfectamente asumible por la gracia cristiana y por el don a no ser que hagamos de ella un absoluto y la trasformemos en algo excluyente y discriminante mutando en nacionalismo, racismo, xenofobia, patriotería y chauvinismo.
Discutía hace poco con un fraile sobre cuestiones políticas. Él ha estado toda la vida fuera de España. Es de tendencia socialista progresista. Me decía que no entendía cómo Madrid siendo una ciudad tan culta no suele votar al progresismo. Para él es una cosa inexplicable. Yo, sin saber qué contestar, le dije: Mira, el problema del progresismo de Madrid es que no se da cuenta de que Madrid es una ciudad castiza. El casticismo en Madrid se lleva en las venas y en el subconsciente. Cuando la política no respeta, y de eso el pueblo se da cuenta, lo que es idiosincrasia y peculiaridad constitutiva, el madrileño no encuentra feeling. Cada uno custodia lo suyo. No le convencí.
El don de piedad eleva esta virtud a rangos muy superiores. Supera los niveles humanos y pasa del padre de la tierra al del cielo. El mundo es la casa de Dios, los hombres somos hermanos en el hermano mayor que es Jesucristo. No hay un pase automático de la virtud al don. Para cruzar esta barrera insondable se requiere en este don, como en todos los demás, la acción del Espíritu Santo.
Entre los pecados mayores contra el don de piedad está el ateísmo como negador del  Padre del cielo, el suicidio, la eutanasia, el aborto y todo lo que va contra la vida y la ecología. Podemos citar también la acedia como vicio capital que ahoga toda piedad y produce disgusto de las cosas de Dios. Hoy en día se cita mucho los atentados del cambio climático destruyendo al planeta y el equilibrio cósmico. Destruir al mundo como casa de Dios y del hombre.
En el don de piedad es esencial la oración. La alabanza es parte de este don. Alabamos al Señor porque es nuestro Padre y a Jesucristo su hijo, nuestro Salvador. La alabanza es el termómetro de la intensidad del don que cada persona o cada grupo o cada parroquia vive. Sucede ya con el cariño a los padres de la tierra como parte de la virtud de la piedad y culmina con la alabanza al Padre y Creador de todas las cosas.
Si lees la Eneida de Virgilio te encontrarás con un personaje que le suelen dar el calificativo de piadoso. El piadoso Eneas. Con esto aumentaría tu cultura sobre la piedad. Pues bien, ¿por qué le llaman así? Diodoro Sículo nos lo cuenta: “Cuando los griegos dominaban ya Troya, hicieron un pacto con los vencidos troyanos concediéndoles la posibilidad de que cada uno cogiera lo que pudiera de sus posesiones personales y se fuera de la ciudad. Mientras todos los demás cogieron oro y plata y lo mejor de sus bienes, Eneas cargó a la espalda a su anciano padre y lo sacó de la ciudad para que no muriera abandonado. Los griegos admiraron tanto este gesto piadoso de Eneas que le concedieron volver a la ciudad a recoger lo que pudiera de sus pertenecías. Su virtud fue alabada de tal manera que adquirió gloria incluso entre sus enemigos”.
Una de las cosas más tristes de esta pandemia es el trato que se está dando a los ancianos, que constituyen mayoría entre los infectados. Nada que ver con la Eneida a pesar de provenir ésta del más puro paganismo. Ha fallado radicalmente no solo el don sino la virtud de la piedad. Dicen que no es posible hacer otra cosa. Yo, más bien pienso que hay una conciencia difusa de eutanasia que ha enfriado toda piedad. La conciencia eutanásica, pura ideología nacida del materialismo y ateísmo actuales, está por debajo de todo. A los ancianos se les inyecta el veneno de la inutilidad, de que estorban, de que sobra gente en este mundo y después, cuando ya están culpabilizados por existir, cuando sienten ya en su alma la muerte social, se les ofrece, con “mucha piedad y progresismo” la pastilla salvadora que los llevará al otro mundo.