54. Don de consejo. Por Chus Villarroel

La decisión más seria que tuve que tomar de joven fue a mis 17 años. Estaba ya bastante adelantado en el bachillerato y mis notas eran muy buenas. El que me pretendiera se llevaba un buen partido. Me pretendían una tía, hermana de mi madre que era monja, y un tío, hermano también de mi madre, que era comandante del ejército. La monja me quería en los frailes; el tío en la Academia militar de Zaragoza. Yo no sabía hacia dónde inclinarme. Nadie me quería forzar y yo, sin saber qué hacer, iba dejando pasar el tiempo.
La solución vino de mano de mi madre. Ya era septiembre y todo sin decidir. Al final un día, mientras comíamos, mi madre me dijo delante de todos que me decidiera de una vez porque tenía que marcarme la ropa. La respuesta fue inmediata, como quien se libra de una pesadilla: “Al colegio, le dije, me voy al colegio”. Esto significaba que yo volvía al colegio o internado donde estaba haciendo el bachillerato y al final del curso iría a Ocaña con el resto de los compañeros a recibir el hábito.
Para tomar estas decisiones existe un don que se llama el don de consejo. No tuve ninguna sensación de que a mí me asistiera en aquel momento, pero creo que acerté. Nunca me arrepentí y ahora menos que nunca. De lo que sí tengo sensación clara es de que toda mi vida ha sido dirigida por una providencia, a la que más tarde llamé Espíritu Santo, que me ha conducido paso a paso hacia donde estoy y hacia lo que soy. Me siento feliz en mi vocación y no me cambiaría por nadie. No considero mi vida un fracaso ni nada que se le parezca, al contrario, vivo como un elegido y así deseo perseverar hasta el fin.
El don de consejo viene a potenciar a una virtud que se llama prudencia. Forman pareja de hecho; ella se llama prudencia y él consejo o discernimiento. Ordinariamente en la vida nos guiamos aun para las cosas del Señor por la virtud de la prudencia. Calculamos las variables que puede haber en cada asunto y decidimos según un cálculo de probabilidades. Decimos: conviene hacer esto o lo otro. Somos gente prudente. Si no nos salen bien las cosas se debe a imponderables que surgen y estropean lo que fue una buena decisión. Aunque no resulte lo decidido, no nos culpamos por ello.
El cálculo de la prudencia lo hacemos racionalmente. Es nuestra forma de conocer y actuar normalmente. Ahora bien, cuando uno va creciendo en la fe se nos presentan decisiones que exigen algo más que prudencia. Si a mí la obediencia me manda cosas que a todas luces son imprudentes me veo en el dilema de obedecer o seguir lo que yo creo racional. En este momento necesito una asistencia superior a la de la razón natural. Aquí entra en juego la luz del Espíritu que mediante el don de consejo me hace acertar en mi decisión si le soy fiel. Santo Tomás de Aquino corrobora la existencia del don cuando nos dice que: “Los que son movidos por instinto divino, no deben aconsejarse por la razón humana, sino que deben seguir la inspiración interior que procede de un principio más alto (I-II, 68, 1).
Para tomar estas decisiones uno ya tiene que estar crecido en la fe o al menos en la docilidad para escuchar los consejos que nos dé nuestra comunidad o nuestros directores espirituales. Nadie se va racionalmente a cuidar a los leprosos de Burundi de gratis; esto solo se puede hacer por una llamada interior. Hay que escuchar, por tanto, y mucho la llamada interior, con suficiente tiempo y oración. El Espíritu Santo se mueve a niveles nada racionales con frecuencia. Él don se mueve a un nivel superior a la virtud.  y esto hay que asimilarlo según la experiencia de cada cual.
Si os dais cuenta aquí no he mencionado todavía a Jesucristo. La razón es que la prudencia no es una virtud teologal, no nos une directamente con Dios sino que nos muestra el camino para llegar a él. Cuando no baste la prudencia, vendrá el don en su ayuda que como proviene del Espíritu Santo acierta siempre. Ahora bien, ¿quién está preparado para el don? Se necesita haber tenido una experiencia del Espíritu que haya cambiado tu vida para entrar en esa dimensión. No es para unos pocos, es para todos los que estén dispuestos.
Como veis el don de consejo no trata de instalar un consultorio ya que en primer lugar no es para solucionar el problema de los demás sino para acertar en el propio camino. Los santos vivieron este don actuando muy por encima de lo que se pudiera llamar racional. Santo Domingo de Guzmán no fue nada prudente ni en el comer ni en el viajar ni en el carecer de habitación ni en la dieta ni en los ayunos ni en las penitencias. Cualquier médico hubiera desaprobado todo lo que hacía. Si no ves en él el don actuando no deberías seguirlo.
Hay dos ejemplos maravillosos del don de consejo actuando en él. Estaba en Toulouse donde se fundó la Orden.  El día 15 de agosto de 1216 tenía 16 frailes, algunos medio analfabetos y prácticamente todos sin estudios. Pues bien, cuando no habían experimentado todavía la observancia de una Orden que acababa de empezar, los dividió de cuatro en cuatro y los envió a París, Bolonia, Madrid y otros cuatro que se quedaron con él. A todo el mundo le pareció un enorme disparate. Encima les enviaba a predicar y a estudiar en las universidades para tratar de adquirir cátedras más tarde.  Hasta el obispo y el gobernador de Toulouse (entonces Tolosa) se lo desaconsejaron y se enfadaron con él. Domingo simplemente respondió: “Yo sé bien lo que me fago. El trigo amontonado se pudre”. Cuatro años más tarde se reunieron en el primer capítulo general cuarenta frailes representantes de varios conventos que en esos cuatro años se habían fundado.
En 1220 después del primer capítulo general, ya constituida la Orden, se volvieron a desperdigar los frailes. Él, en vez de montar una oficina para dirigir el proceso de consolidación, se dedicó el invierno y la primavera a predicar sin descanso en Lombardía, ajeno totalmente al devenir de la Orden. Alguien le preguntó y él respondió: “La Orden no es mía. El que la fundó que responda por ella”. Se refería al Espíritu Santo. Al reunirse de nuevo los frailes por Pentecostés del año 1221, un año después, ya fueron ochenta los representantes de los diversos conventos. Está claro que Santo Domingo fue imprudente pero un maravilloso instrumento del Espíritu. Que nadie trate de imitarle porque fracasará a no ser que sea tan dócil al Espíritu como lo fue él.