51. El Espíritu Santo. Por Chus Villarroel

Parece que puede ir llegando poco a poco la normalidad. Todavía estamos en estado de alarma. Hasta ahora solo disfrutamos del paseo diario por las calles. Es alucinante cómo nos hemos concienciado todos del peligro de este virus. Si ahora vamos volviendo a la normalidad no vamos a comportarnos como en aquellos primeros días de marzo cuando aún no habíamos recibido el zarpazo nada más que de oídas. Ahora sabemos lo que es una cuarentena y lo necesaria que es. Lo sabemos porque ha habido muchas muertes y sigue habiéndolas, a veces de personas muy cercanas. Hemos aprendido a cuidarnos por nosotros mismos, por la cuenta que nos tiene.
Pienso, debido a la normalidad que llega, que debo ir terminando estas reflexiones. Las comencé por acompañar un poco a ciertas personas al principio de la cuarentena. Pronto recibí testimonios de gente que me animaba a seguir adelante y, como quien no quiere la cosa, ya he superado las cincuenta. Si he ayudado a alguno que dé gloria a Dios, me parece genial. Yo sí he sacado provecho de ellas porque me han ayudado a interiorizarme mucho y a darle un sentido muy concreto a mi oración. Rezaba por los que pudieran leerlas en aras de un consuelo mutuo que el Espíritu nos ha ido regalando.
No obstante, pienso que puedo llegar hasta las sesenta. La liturgia de la Iglesia nos va ya preparando para Pentecostés y este recorrido puede ayudarnos. En esta última semana voy a hablar del Espíritu Santo y sus dones para redondear los temas. Ya lo he hecho varias veces pero son temas inagotables que nunca te dejan satisfecho con lo que has dicho. Los dones del Espíritu se reinventan cada día en el alma porque son acción y vivencia del Espíritu. Si fueran ideas, con hablar una vez, quedarían fijadas, pero siendo vivencia se renuevan cada mañana. Por eso merece recrearlas continuamente y disfrutarlas al hacerlo.
La figura del Espíritu para mí es apasionante. Pensar que se trata, al ser amor, de la esencia vivencial de la Trinidad es inconmensurable. La vida trinitaria está marcada y animada por el amor mutuo entre el Padre y el Hijo que se llama Espíritu Santo. No puede haber ninguna frivolidad al hablar de esto. Pues bien, la Trinidad nos regala su amor por medio de Jesucristo, el hombre Jesús, que es el que nos da el Espíritu, una vez superada su muerte, vencido el pecado y llegada su resurrección. La humanidad de Cristo nos introduce en la divinidad mediante la persona divina a la que pertenece. Nos hace partícipes de la naturaleza divina.
Me parece maravilloso que el Espíritu Santo, que es amor divino, se mezcle con mi pequeña vida, con la vida de mi comunidad, la vida de los que están junto a mí. Tener el amor tan cerca siempre que le invocas es una maravilla. Moisés decía a los judíos en Dt 4, 7: Mirad cómo Yahveh, mi Dios, me ha mandado que yo os enseñe preceptos y normas para que los pongáis en práctica. Guardadlos y practicadlos porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos que cuando tengan noticia de estos preceptos dirán: “Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente. Y, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como tenemos nosotros a Yahveh, nuestro Dios, siempre que le invocamos?
En 1978 un año después de entrar en la Renovación asistí en el Tibidabo a una reunión de sacerdotes de la Renovación carismática. Éramos 106, casi todos nuevos. Alguien falló o no sé lo que pasó, la cuestión es que en el tiempo de una charla tuve que improvisar un rato y hablar un poco. En un momento dado, cité la cuestión 109 de la Primera parte de la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino en la que dice: “En el Nuevo Testamento no hay  preceptos porque la única ley que existe es el Espíritu Santo. La ley nueva es el Espíritu Santo”. Esta es una frase mil veces repetida y citada en clase, pero mi sorpresa fue que, al decirla allí en ese sitio, todos los sacerdotes a una se pusieron a aplaudir.
Hubo unción en aquel momento, lo entendimos mejor, algo sucedió dentro de nosotros, una ráfaga de gratuidad refrescó nuestro ministerio, nos sentimos del Nuevo Testamento. Ya no somos una gran nación cuya sabiduría son unas leyes sabias y justas, somos mucho más, un pueblo del Espíritu. Este Espíritu ya no realiza en nosotros una ley sabia sino una vida santa porque su oficio es llevarnos a Jesucristo que es nuestra sabiduría, justicia, santificación y redención.
La ley aspiraba a la justicia pero no la pudo encontrar por tener necesariamente que buscarla en las obras siendo así que la justicia o justificación pertenece a otro rango muy superior. Tan superior es que o se te regala gratuitamente o nunca la encontrarás. Ese regalo lo realiza el Espíritu Santo haciendo que Jesucristo suceda en ti y ya no vivas tú sino Jesucristo en ti.
Lo que es más maravilloso de todo esto es ver al Espíritu Santo, es decir, al mismo amor intratrinitario, desvelarse y humillarse para que mi vida no fracase. Es cierto que el que se ha manchado con el barro y la sangre es Jesucristo en su humanidad, pero es el Espíritu el que pone en contacto la salvación con el pecado y la miseria que somos nosotros. De esto no se puede entender nada si no lo intuyes de alguna manera en tu propia vida.
Lo que a mí más me conmueve de todo esto es ver al Espíritu Santo mezclado con nuestros pequeños detalles de cada día, oír a personas dar su testimonio en el que se nos narra cómo el Espíritu Santo estuvo presente en su vida. El Espíritu Santo es algo divino: ¿Cómo puede estar presente en mi pobre vida? Esto es la humildad o la humillación de Dios y es experimentable día tras día en millones de personas.
Cuando yo entré en la Renovación carismática hace más de cuarenta años me encontré con un pueblo, con una gente muy juvenil, poco parecida a la de ahora. Pero muchos de ellos eran macarras, gente zombi que no conocía nada de la Iglesia ni asistía a misa ni sabía de qué iba, y esta gente hablaba de su experiencia del Espíritu Santo. Yo, sacerdote hecho y derecho, no podía hablar como ellos de mi propia vida porque yo no tenía esa experiencia. Pues bien, esta es la novedad del Espíritu en la que estamos todos llamados a participar.