48. La desescalada. Por Chus Villarroel

Ayer llegó Nines, la chica que nos ayuda en la cocina y en la limpieza. Cuarenta y tres días sin venir por culpa del coronavirus y de la cuarentena. Llega como un vendaval porque se ha aburrido un montón en su casa. Se le nota hasta en la respiración las ganas que tiene de limpiar y de poner las cosas en orden. Ha empezado por mi habitación. Al entrar me dice: “Bueno, la cama no está tan mal como yo me pensaba”. Al fin tuve que confesarle que no la había hecho nunca ni cambiado las sábanas porque la cocina y el escribir estas meditaciones me llevaba todo el tiempo. Simplemente me contestó: “Pues entonces es que te mueves muy poco en la cama”. La razón verdadera de no hacer la cama es que no había encontrado el recambio de las sábanas.
Ahora que nos anuncian lo que llaman con un neologismo bien feo la desescalada, va a terminar una época que no nos ha gustado nada pero a la que nos hemos acomodado. Qué a gusto me he pasado estos cincuenta días de encerrona. Ya había cogido tan bien mis rutinas, acomodado las distancias, tiempos y momentos para cada cosa que ahora acomodarme a lo que va a ser una nueva normalidad me va a costar. La comida eso sí la he hecho sencillita, pero en el sentir de los compañeros, sabrosa y variada. Lo que más me ha gustado, sin embargo, han sido los largos ratos de habitación que he tenido para rezar y escribir. A veces, en medio del silencio y de la intimidad, me paraba un momento a pensar: “Qué a gusto estoy aquí”.
No obstante, tampoco deseo que esto dure eternamente. Me apetece la normalidad. Además, hay muchas cosas que duelen. Me dolía el pueblo, la gente, el sufrimiento que yo imaginaba. Vivo en un barrio de casas muy endebles, construidas en tiempos de Franco cuando la gente se vino en aluvión de los pueblos a Madrid y a otras ciudades en busca de otra vida allá por los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Entonces se construyeron muchas viviendas con pisos de cuarenta metros cuadrados que siguen estando ocupadas. Cincuenta días en esas condiciones sin salir de casa crea agobio y ansiedad. Si a esto añades los problemas de paro, de intranquilidad, miedo a la enfermedad etc…
Ayer recibí tres wasap en los que se me preguntaba más o menos si el sufrimiento que acarrea esta pandemia será meritorio o no. Todavía no he contestado. Yo no me encuentro muy a gusto en ese lenguaje ni en la teología que está debajo. Pero está claro que de un sufrimiento siempre se puede sacar provecho. Las personas de fe que lo puedan vivir desde Cristo saben que todo ocurre para el bien de los que aman a Dios. Para esto hay que ser sensibles a lo sobrenatural. El vivir estas cosas con Cristo yo no lo llamo mérito, lo llamo gracia, predilección, elección. “Elegidos, como dice San Pablo, a reproducir la imagen de su Hijo para que sea él el primogénito de muchos hermanos. Esta elección lleva consigo la justificación y la gloria (Rm 8, 29).
En otro rango más bajo hay que decir que las personas que vivan su fe con una teología de la retribución tienen que saber ofrecer estos sufrimientos y unirlos a los de Cristo. Esta teología es de esfuerzo, de mérito, de sacrificio. Al no sentirse salvados ni elegidos necesitan hacer obras de salvación para alcanzarla a su tiempo. Buscan la perfección y por eso se esfuerzan en llevarlo todo con garbo, con serenidad, sin quejas o como suelen decir con resignación y aceptación. Les falta el calor del don porque al vivir a nivel de virtud dependen de uno demasiadas cosas.
La teología de la retribución es cristiana porque en el fondo cree que nos salvamos por gracia. Lo que tiene de déficit es que piensa que esa gracia nos la tenemos que ganar con lo cual queda muy desvirtuada la acción amorosa del don, es decir, de la acción de Dios sobre nosotros en Jesucristo. Esta teología no produce agalíasis sino cierto temor aunque estoy seguro de que el Espíritu Santo ayudará. Pienso en los que han muerto y siguen muriendo por el coronavirus en esas grandes salas de soledad que han tenido que arbitrar las autoridades para atender el desborde de enfermos difícil de asumir por el sistema sanitario corriente. Pienso en los sacerdotes que puedan acceder a ellos y rezo para que trasmitan a los moribundos la buena noticia de que Dios nos amó primero.
La diferencia entre los primeros judíos cristianos que pensaban que solo llegaríamos a Cristo si primero cumplíamos la ley judía y los cristianos venidos del paganismo, estaba en que éstos eran sensibles a la misericordia y a la acogida de la gratuidad. Son posturas muy distintas ante la muerte. Si piensas que es cuestión de teorías yo te diría que no. Imagina que tu padre o tu hermano están muriendo en los antros de soledad creados por el Covid-19. Si se acerca un sacerdote a su cabecera, ¿qué prefieres? ¿Que les hablen de los preceptos que tienen cumplir para salvarse o que les digan que ya están salvados en virtud de la sangre de Cristo? Yo pienso que estará ahora muriendo mucha gente con la fe enfriada por la vida y la cultura actual. Yo no puedo concebir que el corazón de Dios para ellos en ese momento quiera otra cosa sino que les hablen del sacrificio de Jesucristo por ellos para que puedan morir en paz. Esa paz será la gloria de Dios. Un padre quiere lo mejor para su hijo aunque se haya despistado en algunas cosas.