44. Hacia la cincuentena. Por Chus Villarroel

Vivimos en una época de oscurecimiento de lo trascendente y lo sobrenatural. El lenguaje sobrenatural a mucha gente le suena a ciencia ficción y no se lo toma en serio. Si invitas a alguien a rezar para que pase esta pandemia de coronavirus, puede suceder que la persona a la que hablas no le suene y, si te descuidas, ni a ti tampoco mucho. Es más, si dices que no podemos hacer otra cosa que rezar y esperar, a muchos estas palabras le suenan a dejación, a tirar la toalla, a falta de compromiso. Esas personas se sienten mal y dicen que ese lenguaje es deprimente e incita al desánimo.
Ahora lo que se oye como una consigna son palabras de ánimo, de superación, con un lenguaje “positivo”: pronto vamos a salir de ésta, juntos venceremos, amplia solidaridad. Nadie se lo cree del todo porque es un lenguaje postizo, de autoayuda, de animación, sin base en la realidad; un lenguaje que busca huir del propio miedo, de la inseguridad y, si me apuras, de la mala conciencia en la que mucha gente se debate. Gracias a Dios esta frivolidad se detiene ante la muerte, si no la pandemia sería una diversión más para nuestra sociedad. Pero está la muerte. Nuestra racionalidad no puede con la muerte. No la integra y por eso huye de ella haciendo como que no la ve ni existe. Sin embargo, está ahí, es una cosa seria y son muchos los que mueren. Casi todos conocemos a un muerto o, más bien varios, cuya desaparición nos ha llegado al alma.
Existe el inconsciente y a este no se le puede engañar ni aunque traten de hacerlo los psicólogos. La gente tiene un temor, cercano en algunos casos al terror. Este temor   cursa como ansiedad, incertidumbre, mal dormir, pero en el fondo es miedo a que me toque a mí. A la gente no se les dice la verdad; se les ayuda a no ser sinceros con la realidad. La verdad debe ser maquillada. La salvación está en la vacuna y esta no parece cercana. Todos esperamos el evangelio, es decir, la buena noticia de que ha llegado la vacuna. Cuando llegue cambiará nuestra vida como en un santiamén. Unos la verán como una liberación para volver a lo de antes, a lo de siempre; a otros quizás les haga reflexionar algo más.
Sería bueno que al menos aceptáramos que tenemos miedo a la muerte. Por si a alguno le interesa yo le digo que sí lo tengo. Incluso me gusta tenerlo, quiero tenerlo, para que me sirva de algo lo que está pasando. Necesito que el Espíritu Santo me hable con estos acontecimientos y sobre todo con el sufrimiento que intuyo en mucha gente. Sufro de una manera especial con los que viven en pisos interiores y los que están más bajos que el nivel de la calle. Yo he estado de párroco en el Barrio de Salamanca durante diez años y conozco interiores que solo el pensar como estarán estos días me hace temblar las carnes y conozco allí mismo pisos hasta el -4, o sea, en el cuarto nivel por debajo de la calle desde los que jamás se ve el sol y la luna.
Ya hemos superado la cuarentena de confinamiento y vamos hacia la cincuentena. Yo lo considero muy serio. Me gusta el lenguaje que oigo, que llaman positivo, de ayuda, de poner nuestro granito de arena, de trabajar por los demás. Parece que esta epidemia está sacando de muchos lo mejor que tienen de modo que olvidándose de sí mismos sientan a los demás como algo cercano y a tener en cuenta. De alguna forma nos estamos transformando todos, incluida la Iglesia, en una ONG al servicio de todos los males que aquejan a nuestra sociedad. Todos estos sentimientos son buenos y muy humanos. Están aflorando en todos los países del mundo. Somos como suele decirse una aldea global.
A mí, sin embargo, me gusta y lucho para que no se olvide la parte trascendente y sobrenatural aunque muchos lo llamen lenguaje negativo y digan que no suma y no construye. Yo tengo claro que un hombre sin fe o, al menos, en búsqueda, no encuentra el sentido y se debate en gran soledad. Yo creo a Santo Tomás cuando dice que el hombre desgajado de su creador en parte no existe. La vida de un ser humano que no aspira a un fin último más allá de la materia que nos rodea es una contradicción la cual somatizada hace mucho daño aunque uno no piensa nunca en estas cosas.
Por eso, hablando para gente que tenga fe les digo que me encanta escribir sobre los primeros pasos que dio el cristianismo después de la resurrección de Cristo. Es lo que nos propone la Iglesia en su liturgia para estos días. Pero, además, sentir en tu vida  carnal, psíquica y espiritual el anhelo de la resurrección es entrar en una plenitud que nada ni nadie te podrán dar. Cuando un cristiano gritaba que Cristo está vivo y ha resucitado lo que proclamaba era que él también va a resucitar, que todo tiene sentido, que el mundo tiene dueño, que la historia se desarrolla desde un plan benéfico y amoroso. Yo llevo ochenta y cinco años viviendo esto y es mi gozo más hondo. Respeto a un hombre que no tenga fe pero a su carencia de fe no la respeto porque creo que es un déficit enorme que yo no quiero para nadie.
Me gusta que la Iglesia trabaje codo a codo con el resto de la sociedad para paliar toda la problemática humana que exista o pueda surgir de esta epidemia de coronavirus. No obstante, creo que su principal timbre de gloria no está en ninguna obra sino en el encargo de anunciar a Cristo resucitado y ofrecerle a la gente este alimento espiritual. Es muy necesario marcar la diferencia, subrayar el hecho diferencial, para que el pueblo vea nuestra fe y que a través de ella el Espíritu Consolador pueda llegar a la gente sobre todo a los que más sufren. Si la Iglesia no tiene hecho diferencial es una ONG. Pero tiene algo distinto de todos y es que su trabajo se basa en la fe de la resurrección manifestada en Cristo Jesús.