36. En su nombre. Por Chus Villarroel

En el capítulo cuarto de los Hechos de los Apóstoles se nos narra el primer juicio público al que se enfrentó la nueva fe. Pedro había curado al paralítico de la puerta Hermosa, el pueblo asombrado había aceptado el milagro y, ante el revuelo, el Sanedrín, el mismo tribunal que había condenado a muerte a Jesús, detuvo a los apóstoles y les interrogó: “¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho vosotros eso? Pedro, lleno del Espíritu Santo, les contestó: “Sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que ha sido en el nombre y en el poder de Jesucristo, el nazareno, el mismo a quien vosotros habéis crucificado hace poco y a quien Dios ha resucitado de entre los muertos. Porque no hay bajo el cielo otro nombre en el que podamos ser salvos mas que el nombre de Jesucristo”.

San Pedro con estas palabras reorienta la esperanza del pueblo de Israel. No se trata ya de esperar un Mesías poderoso que cambie todo y los libere de poderes extraños. No hay otra esperanza, no hay otro nombre en el cual podamos esperar algo sino en el de Jesús a quien Dios ha resucitado de entre los muertos. Estos días se oye mucho hablar en todos los medios de la esperanza. Es una palabra clave. No es mal lenguaje pero como en todas las cosas tiene dos niveles que los cristianos tenemos que distinguir bien para no rebajar nuestro discurso. Hay una esperanza del mundo que es buena y a la que también nos apuntamos nosotros y otra esperanza que es la teologal.

La esperanza humana se refiere a la superación de la pandemia. Todos deseamos y tenemos muchas ganas de que este azote se acabe pronto. La promesa aquí se concentra en el hallazgo de una vacuna que nos libre definitivamente de este parásito. Mientras tal remedio no se encuentre estamos sometidos y hechos esclavos de un poder mortífero que es amenaza universal. Nadie sabe cómo salir de ello, nadie tiene el poder. Cuando hablamos de vencer, nos referimos a que en nuestra huida como soldados cobardes hemos encontrado un refugio seguro donde no nos alcanzará el fuego enemigo. Mas no hay armas, ni munición, ni estrategia alguna para enfrentarnos a él cara a cara. Nuestra esperanza está en la ciencia pero hoy por hoy ésta, sufre una derrota humillante.

El cristiano participa con todos los demás humanos en este deseo y en esta esperanza, y trabaja codo a codo con los demás. Es más, han sido hombres y mujeres cristianos los que han encontrado más vacunas y remedios contra otras epidemias pasadas. Si pones en el buscador de Google lo de científicos cristianos, te asombrarás de lo que te cuenta. Ahora bien, además de esto, el creyente interpreta al mundo y toda la historia desde una perspectiva de esperanza nueva. Es la esperanza que te cerciora de que toda la historia tiene sentido, que no hay flecos que se escapen, que Dios dirige la historia hacia un fin, y ese fin o plenitud, pleroma, es Jesucristo resucitado. Todo lo que ha sido creado tiende hacia ese fin, en ese fin está la promesa definitiva, es el Señor que nos aguarda.

En esta dimensión la esperanza se hace teologal. No se nos ha dado otro nombre que el de Jesús el resucitado. Caminamos hacia el Señor, hacia el resucitado, hacia la resurrección. Esta cosmovisión define el acontecer cristiano, la historia cristiana, la de mi vida y la tuya, si eres creyente. Esta es la dimensión de los kerigmas, de las frases rotundas, aunque te vaya la vida en ello. Desde esta perspectiva podemos entender la frase: “No se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvos”.

Imaginamos el asombro de los ancianos y fariseos viendo a Pedro y a Juan, hombres sin instrucción ni letrashablar con la valentía que lo hicieron y pronunciando palabras nunca oídas: “Sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que este paralítico ha sido curado por la fuerza y en el nombre de Jesucristo, el Nazareno, a quien vosotros habéis crucificado y a quien Dios resucitó de entre los muertos. Por ese nombre y no por ningún otro se presenta este aquí sano delante de vosotros. Jesús es la piedra angular, que vosotros los constructores habéis desechado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay en el cielo ni debajo del cielo otro nombre en el que nosotros debamos ser salvos, distinto del de nuestro Señor Jesucristo.

En este maravilloso kerigma se fundamenta la esperanza cristiana. Todas las generaciones desde hace dos mil años se han felicitado la Pascua el día de resurrección diciéndose los unos a los otros y sintiéndolo en el corazón que Jesús vive, es el Señor, ha resucitado. No se nos ha dado otro nombre; ni existe otro nombre alguno del que nos podamos fiar. Todas las proposiciones humanas que quieren construir un mundo sin trascendencia y sin Jesucristo resucitado, están condenadas al fracaso. Nada da paz al corazón como esta proclamación. El que lo entienda y se sienta bien al escucharlo dé gloria a Dios porque no es otro que el Espíritu Santo el que se lo inspira. Nadie es capaz de decir que Jesús es el Señor si no es por el Espíritu Santo.