34.Camino de Emaús. Por Chus Villarroel

Dice el Eclesiastés que el afecto del hombre es poco consistente. Dios hizo sencillo al hombre pero él se complicó con muchas razones (Si 7, 29). Me dan pena estos dos desertores de Emaús. El mismo domingo por la tarde, sin esperar más, se alejan de Jerusalén con la duda en el alma. Su camino era el del olvido. Un día más, una preocupación cualquiera, y se habría borrado de su alma la historia y el contacto con Jesús. ¿De qué tenían prisa?
Todos los que se salen de la comunidad se salen llenos de razones pero sin Jesucristo. Los que se salen del convento, los que salen del grupo, se salen llenos de motivos y con bastante razón. Es que en esta comunidad no hay vida común, no hay cariño, cada uno va a lo suyo, no me tienen en cuenta. Con esta gente nunca llegaré a ninguna parte, me siento frustrado, este no es mi sitio. Además, cantan fatal, no tienen detalles, carecen de educación y sensibilidad. Se salen en busca de sensibilidad, pero sin pensar en Jesucristo, éste se queda en la comunidad con los pobres que lo hacen todo tan mal.
Los de Emaús le contaron a Jesús cuando les dio alcance, que eran discípulos de un hombre lleno de poder en obras y palabras pero que había sido condenado a muerte y ajusticiado. “Nosotros esperábamos que iba a ser él, el que librara a Israel, pero llevamos ya tres días desde que esto pasó: Algunas mujeres nos han dicho, y también algunos de los nuestros nos hablaban de una aparición de ángeles pero a él no le han visto”.
Lo de siempre. Estos esperaban que Jesucristo fuera el libertador de Israel. Sus esperanzas eran políticas. No solo las de éstos sino de los otros apóstoles. El mismo día de la ascensión con Jesús a punto de subir al cielo, caminando hacia el monte de los Olivos (Hch. 1, 7), le preguntaron: “¿Es ahora cuando vas a restablecer el pueblo de Israel?” Puede ser que esto nos parezca extraño pero ahora, aún dentro de la Iglesia, después de dos mil años, ¿no obramos con motivaciones políticas muchas veces? El orgullo, el poder, el ser el centro, los puestos y tantas otras cosas…
Los dos discípulos eran simples humanos y poco fieles pero como tantos. No me dicen nada porque yo soy igual que ellos. No me resultan ni interesantes ni ejemplares. La actitud aquí a destacar es la de Jesucristo. Les reprocha la dureza de su corazón, lo cual no está mal porque se ve que estos dos “vivían para sí mismos” y si iban detrás de Cristo era por interés, al menos interés político. La liberación de Israel. Era lo que esperaban del Mesías y no podían pensar otra cosa. Mas el Señor después del leve reproche les fue explicando paso a paso lo que decían los profetas sobre Jesucristo. Con paciencia, con misericordia, quebrando la dureza de aquella pareja.
Digo que soy igual que ellos porque yo no me he salido de la comunidad pero podía muy bien haberlo hecho a lo largo de toda mi vida. En muchas ocasiones he sido tan apático como Cleofás y su amigo, he criticado a la Iglesia, me podía haber ido de ella lleno de razones. Al menos así lo creía yo. Mas, ¿qué ha hecho Jesucristo conmigo? Explicarme durante tantos años lo que se refiere a él en las escrituras. Estuve muchos años obcecado en mi racionalismo, creía con la soberbia típica de esta gente, que tenía razón, que mis soluciones eran las verdaderas. Y con bastante mal talante. Hasta que un día me di cuenta. Fui iluminado con cariño como Jesús hizo aquel día con los de Emaús. Desde entonces me di cuenta que el pobre era yo, que el necesitado era yo, que el mal, si me salía, sería para mí. Me di cuenta que lo importante era que la Iglesia no me abandonara ella a mí.
Al llegar al pueblo Jesús hizo ademán de seguir caminando. Cleofás y su amigo no le dejaron: “Señor, la tarde está cayendo, la noche se echa encima, quédate con nosotros”. Y se quedaron los tres en el hotelito. Arreglaron los papeles y se pusieron a cenar. Como ahora, como hacemos ahora cualquier día. La diferencia estuvo en que Jesús cogió el pan, lo bendijo, lo partió y se lo distribuyó. En ese momento les entró el Espíritu Santo y le reconocieron. O, como decían entonces, se les abrieron los ojos y entendieron todo lo que Jesús les había dicho por el camino y le reconocieron a él. Cuando le fueron a dar el abrazo del reconocimiento Jesús se ocultó entre sus brazos.
No fue la voz, no fue el gesto, no fue el partir el pan el que les abrió los ojos, no fue ninguna evocación de este mundo la que trajera a Jesús a su memoria. Es el paso del Jesús de la historia al Jesús de la fe que ya está en otra dimensión. El Jesús de la historia, el que se ve con los ojos de la carne, desapareció entre sus brazos; en ese momento nace en ellos el Jesús de la fe. Este paso solo lo puede hacer el Espíritu Santo. Creer en el resucitado no está en la capacidad de ningún hombre, es pura gracia y don de Dios. Entonces, se volvieron a toda prisa a Jerusalén a comunicar la gran noticia. El posadero contaba con tres pernoctaciones y lo más probable es que no le pagaran ni siquiera la cena.