31. Dios lo resucitó. Por Chus Villarroel

Me imagino cómo estaría el corazón de Pedro cuando predicó a la gente por primera vez la resurrección de Jesucristo. Fue la homilía fundacional de la Iglesia que Lucas la pone el día de Pentecostés. Después de tantísimo fracaso y sufrimiento. Ungido a tope por el Espíritu pudo poner en palabras la mayor denuncia que nadie ha lanzado jamás a la cara de unos asesinos con dulzura e, incluso, cariño y amor. Yo me imagino que su hombre viejo, ese con el que le hemos visto en el evangelio tantas veces vacilar y fanfarronear, pondría sin duda por lo bajo algún epíteto en su discurso. El Espíritu Santo no anula nunca ni en lo más sagrado el temperamento de nadie.
Israelitas, escuchadme atentamente: “Os acordáis de Jesús, el hombre que pasó por este mundo haciendo el bien y curando toda dolencia y al que vosotros habéis asesinado hace unos meses pidiendo a Pilatos que lo crucificara… Pues bien, ese Jesús ha sido resucitado por Dios y nosotros somos testigos de ello. Dios con esta resurrección os ha quitado la razón y se la ha dado a aquel del que ya las Escrituras anunciaban que iba a resucitar ya que el Santo no experimentaría la corrupción. Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien vosotros habéis crucificado”.
Estas palabras potenciadas por el Espíritu Santo llegaron al corazón de unas tres mil personas (Hc 2, 22). En ese momento, cuando el Espíritu entró en ellos iluminando los corazones, nació la Iglesia que es Espíritu y carne pecadora, pero elegida por el Espíritu. Todos somos pecadores pero no todos se dejan elegir. Solo se les pide una cosa que crean que Jesucristo ha resucitado. Esta es la fe, hermano, este es el comienzo. No me vengas ahora diciendo que tu problema son los mandamientos. ¿Has escuchado el anuncio, has escuchado el kerigma? Si no lo escuchas sigues matando a Jesucristo porque no crees en su resurrección y, si volviera, le gritarías a cualquier nuevo Pilatos que lo matara. Y no digas que lo mataron solo los judíos porque murió también por tus pecados.
La frase que tengo hoy en el alma es aquella de Pedro en otro lugar donde nos dice que lo que salva a los salvados no es quitar la suciedad del cuerpo sino el tener una buena conciencia por la resurrección de Jesucristo (1Pe 3, 21). Qué bonito y qué distinto. ¿Quién te ha dicho a ti que tu buena conciencia depende de creer en la resurrección de Jesús? Qué va. Nadie. A ti lo que te han dicho es que tu buena conciencia depende de si tu cuerpo está limpio o no. Pues San Pedro te dice lo otro, es decir, que el hecho de creer en la resurrección te libera del crimen de vivir toda la vida matando a Jesucristo. El que no cree en la resurrección pasa la vida al acecho para encontrar el momento de gritarle a cualquier Pilatos moderno: Crucifícalo. Por eso es tan necesaria la predicación para que todo el mundo se discierna a sí mismo y elija lo que quiera ser él mismo. Si nunca has tenido ocasión de escuchar no se te puede condenar. Si no quieres escuchar, tú mismo te condenas. Si escuchas y crees, tienes la conciencia limpia y poco a poco el cuerpo también, porque la fe lo purifica todo,
No creas que es tan difícil, no estás solo, el Espíritu te quiere aclarar para salvarte. Reconozco que el problema de tener limpio el cuerpo (la frase es de San Pedro), de sentirte bueno y justificado, de estar a gusto contigo mismo, de superar determinados pecados, te va a ser difícil de asumir porque siempre te han contado ese relato y por eso estás acostumbrado a poner en ello el centro de tu lucha, pero es, como te digo, que no va por ahí la cosa. No se trata de vencer al pecado sino de creer que Jesucristo ha resucitado. Creer con una fe sincera en la que sientes una iluminación superior. Hay mucha gente engañada que piensa que el pecado es lo que condena o lo que salva. No, estamos justificados por la fe. Si crees que Jesucristo ha muerto y resucitado por ti estás salvado.
Este anuncio es el centro del kerigma, de la predicación y del anuncio primitivo. Cuando lo escuchas con compunción te cambia la vida y experimentas la salvación. Este cambio de vida significa que la resurrección de Jesucristo comienza a actuar en ti. Poco  a poco irá limpiando incluso la suciedad de tu cuerpo. Aquellas tres mil personas preguntaron: “¿Y qué hemos de hacer, hermanos?” Ya experimentaban la salvación y sólo eran conscientes de un pecado: de haber matado a Jesucristo.
El coronavirus visto desde la fe es una llamada de atención. No podemos decir que lo manda Dios pero debemos actuar como si lo mandase porque es un signo. ¿De qué nos llama la atención? De lo de siempre, es decir, que no podemos adueñarnos del árbol de la ciencia del bien y del mal, que no podemos comer sus manzanas, que no podemos superar los límites porque, si lo hacemos, moriremos. Pues bien, estamos muriendo. Yo pido al Señor que termine esto cuanto antes pero no soy tan frívolo como para no darme cuenta de que nuestra sociedad por alguna parte tenía que romperse. No había límites para casi nada. La explotación de unos hombres por otros, la falta de respeto a Dios, al que se le negaba la existencia, son datos suficientes para justificar un coronavirus. Pienso que de ahora en adelante podríamos cambiar algo porque de lo contrario cualquier cosa podría ocurrir más grave que lo que supone un microscópico virus.
El mundo cada vez despreciaba más la resurrección de Jesucristo y la recluía más en el baúl de los recuerdos. Y lo mismo hacía con todos los kerigmas que brotan de ella. El kerigma de que Jesús vive, de que es el Señor, de que es el Juez de la historia, de que es Hijo de Dios, de que es el camino, la verdad y la vida etc etc. Con eso íbamos también matando al Espíritu Santo que es el que nos los quiere inyectar para darnos vida. En el oscurecimiento del Espíritu Santo ha tenido su culpa hasta la Iglesia con sus teologías y pastorales oficiales. El mundo nos ha recuperado para su capitalismo de obras con una excesiva racionalización del misterio trasformando la fe en mito y en contabilidad.