28. En los próximos siglos. Por Chus Villarroel

En los próximos siglos se hablará mucho de la semana santa del 2.020. No sólo por ser un tiempo de peste sino porque va a ser la primera vez a lo largo de los siglos que el pueblo cristiano no pueda acudir a sus iglesias. Los protocolos actuales son así. Para vencer al virus lo mejor es evitar el contagio y por ello cada uno en su casa. Quizás dentro de cien años nos tendrán por medievales, incapaces de vencer un virus, y lo tenemos que aceptar con humildad. Nuestra soberbia está siendo pisoteada. Pienso que pasarán algunos años hasta que volvamos a gritar y a colocar nuestra ciencia por encima de todos los poderes. Es bueno volver a leer de vez en cuando el pasaje de la Torre de Babel.
Hoy es jueves santo. Otros años tiempo de salidas masivas hacia playas y lugares de ocio. A los que nos gusta meditar y profundizar nos quedaremos en casa más tranquilos y sin multas. Hay tres valores que tienen íntima relación con el jueves santo. Sólo por el hecho de habérnoslos conservado tan limpios, merece la Iglesia eterno agradecimiento. El primero es la autoridad, el papado. El Papa es vicario de Cristo. No representa a la Iglesia delante de Dios. Aquí la soberanía no viene del pueblo. No es la Iglesia la que sustenta al Papa sino el Papa a la Iglesia: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Cristo sostiene al Papa para que la Iglesia no vaya a la deriva. ¡Qué maravilla! Pese a la historia y a las traiciones acaecidas en ella.
La Iglesia merece también eterno agradecimiento por habernos conservado la Palabra de Dios. Cualquiera que conozca un poco el tema de las luchas y disputas que han acaecido a lo largo de la historia acerca de la Biblia y sus libros dará gracias por tener lo que tenemos. Cómo ha trabajado el Espíritu Santo para purgar la escoria. Lo ha hecho a través de concilios y el bienhacer de muchos hombres santos. La puedes coger en tus manos sin temor, por ella, toda entera, te hablará el Espíritu de Jesucristo.
Finalmente tenemos que estar agradecidos a la Iglesia por habernos conservado la eucaristía. A ello han contribuido todos los jueves santos de la historia. Gracias a la Iglesia podemos asistir hoy a una eucaristía tan limpia, tan pura, tan genuina y tan verdadera como la que celebró Cristo en el cenáculo. Hoy en día es el mismo Cristo el que la sigue celebrando, aunque el ministro sea un viejín con coronavirus en una aldea perdida de alta montaña. Por eso hoy se celebra también el misterio de los sacerdotes, ministros de Cristo, a veces escogidos entre lo más pobre, pero encargados de celebrar tan formidable sacramento.
Un día el Señor me regaló una parábola para comprender este misterio. Tenía que dar en Ávila unos ejercicios espirituales a unas monjas sobre la Eucaristía. Comenzábamos por la tarde. Me llevaron a Ávila unas ocho o diez personas en un par de coches. Primero a mediodía nos fuimos a degustar un plato típico que lo llaman “Patatas revolconas”. Yo no me encontraba bien y apenas comía. Una chica me dijo con compasión: “Está claro que tú te vas a morir pronto”. Al decirme eso, como que desperté y con fuerza les dije, siguiendo la broma. “Vale, me moriré pronto, si me prometéis que después de muerto os reuniréis aquí todos los años en memoria mía”. Todos se rieron y me mandaron a tomar vientos.
A la tarde, ya solo, cuando tuve que dar la primera charla, me vino a la memoria el lance de mediodía, y me di cuenta de que el Señor me lo estaba ungiendo. No era una broma. Era una parábola cargada de significado que veía cada vez con más claridad en mi espíritu.  En efecto, ¿qué hizo el Señor el primer jueves santo de la historia? Instituyó la eucaristía y dijo a los apóstoles: “Cuando esté muerto os reuniréis con pan y vino a celebrar esto en memoria mía”. No pude hablar en la semana de otra cosa. Era lo único que tenía en el corazón. La cocinera nos hizo dos o tres veces patatas revolconas en esa semana.
Ningún tratado de teología o de eucaristía me lo ha explicado nunca mejor. La unción del Espíritu hace no sólo entender sino saborear el misterio. Sí, el misterio de la comunidad, de la Iglesia, que se reúne alrededor de Cristo no sólo para recordar sino actualizar allí mismo de una manera incruenta su pasión que está a punto de comenzar. Por eso podemos comulgar que es el mayor signo de amor porque nos comemos nuestra propia vida eterna.
¿Os imagináis qué emoción se produciría en las primeras misas después de la resurrección para los que oyeron a Cristo decir esas palabras? Qué cercanía al pueblo al hacer de esta comida de recordatorio el principal acto del culto de su Iglesia. Cómo compartirían la experiencia que el Espíritu Santo les daría viva y ungida de las palaras de Cristo. Y cuánta lágrima después de la tragedia del Viernes Santo. Desde una comunidad así yo puedo entender también el tema del servicio, el de lavar los pies a los demás, tan característico del jueves santo. Si Jesucristo lo hizo y yo comulgo a Jesucristo, sería un falso si no lo hiciera. Yo le oí en una charla en Roma a Teresa de Calcuta que sus hijas le protestaban porque antes de salir al amanecer a la ciudad les hacía comulgar y orar largamente. Ella les contestaba: “Pero, hijas, si no lo hace Jesucristo en nosotras ¿qué podemos nosotras dar a nuestros viejitos”?
Ayer, a medianoche, a la una, murió un sacerdote por efecto del coronavirus, llamado Eusebio Martínez. Un dominico compañero mío de toda la vida. Es el tercero de mi vicaría que ha muerto por la misma causa en España donde no llegamos ni a cien. El día anterior había muerto otro hermano del que ya os informé. Eusebio era un hombre del Espíritu. Dedicó toda la vida a lavar los pies de los pobres con enfermedades psicológicas. Un hombre de una entrega impresionante, con más de sesenta años de sacerdote. El resto de su tiempo lo empleó en la predicación sobre todo en los grupos carismáticos. Llegó a tiempo para celebrar en el cielo el jueves santo definitivo que le consagrará eternamente como sacerdote de Cristo.