27. El don de la escucha. Por Chus Villarroel

Hoy, miércoles santo, la primera lectura de la misa nos pone delante el tercer canto del siervo de Yahvé (Is 50, 4-9). Ayer, en el segundo canto, veíamos a Jesús como predicador: “El Señor convirtió mi lengua en una espada afilada”. Hoy le vemos como discípulo: “El Señor me ha dado oído de discípulo. Cada mañana despierta mi oído para que escuche como los discípulos y pueda de esa manera consolar a los abatidos. Yo no me he negado. Me expuse a que me golpeasen y a los insultos y salivazos. El Señor me ayuda y por eso no sentía los ultrajes. Mi cara se hizo dura como la piedra. ¿Quién quiere pleitear conmigo?”
Jesús respondió: “Mi doctrina no es mía sino de aquel que me ha enviado. Si alguno quiere cumplir su voluntad, verá que yo no hablo por mi cuenta sino que mi doctrina viene de Dios” (Jn 7, 16-18). Jesús ha sido el mejor discípulo; lo aprendió todo de su Padre. Su doctrina no va tanto en el orden del conocimiento intelectual sino en el orden del consuelo. Su oración era continua porque necesitaba todas las mañanas renovar su oído de discípulo y también ser consolado.
Cuando yo entré en la Renovación carismática oía todas las charlas que podía y leía con ansia los libros que caían en mis manos. En aquella época lo hacíamos casi todos así. Teníamos oído de discípulos. La novedad de la experiencia del Espíritu era tan fuerte que buscábamos entenderla lo más posible. La cuestión era que yo siendo profesional de la teología me daba cuenta de que los que hablaban, casi todos seglares, lo hacían bastante mal y no dominaban la teología. Pese a eso, yo no me podía despegar. Escuchaba y escuchaba, y no a lo tonto, sino que me llegaban. Me traspasaban sus palabras. El Señor me dio oído de discípulo, me regaló el don de la escucha.
El problema me vino cuando yo en mi corazón comencé a despreciar la formación teológica que había recibido en las facultades. Me reboté contra ella, aunque gracias a Dios, no me duró mucho. Logré poner cada cosa en su sitio y agradecerlo todo. Ahora bien, si me preguntas por el oído de discípulo te diré que lo recibí cuando conocí al Espíritu Santo, porque ese oído, lo mismo que el don de la escucha, solo se da en uno por la acción de dicho Espíritu. Es otra dimensión. A mí me gusta llamarla la dimensión del don, que es el rango espiritual donde predomina la acción del Espíritu por encima de nuestras posibilidades humanas.
El siervo del Señor está presto cada mañana a que el Espíritu le espabile el oído y al que no se niega sabe que le esperan incomprensiones y rechazos. Las de Jesús son inconmensurables. El pueblo entero le rechazó. Lo mismo le sucederá, en su medida, a todo aquel que acepte este discipulado. Todos vosotros tenéis, sin duda, la experiencia del rechazo, de no ser comprendidos ni escuchados, pero también se os puede aplicar esa consoladora frase que dice. “El Señor me ayuda y por eso no sentía los ultrajes”.
El que hable de Jesucristo y quiera ser su testigo puede medir su sinceridad en esa tarea por el rechazo que coseche. Si eres bien acogido por todos es que no pones en cuestión a nadie. Jesucristo siempre será principio de contradicción. “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora piedra angular”.  Me cuesta escuchar a una persona que hable de Jesucristo sin pasarlo por la propia cruz. Es como un testigo que habla sin haber visto el crimen y sin implicaciones personales en el lance. Queda muy abstracto; la sala no lo puede dar por válido.
Si yo no tuviera miedo, si no hubiera hecho caso de esta pandemia de coronavirus, yo no podría escribir estas meditaciones sobre ella. Me sonarían a hueco. Cuando puedo yo caer en cualquier momento, cuando veo las lágrimas de algún amigo por su difunto, cuando veo a personas cercanas entrar en la soledad, me siento conmovido. Tengo un amigo internado que le han dicho: “Si quiere usted compañía tiene que ser una persona que se encierre en esta habitación con usted día y noche sin poder salir para no infectar. Si nadie quiere hacerlo no tiene más remedio que confiar en los sanitarios profesionales. Le van a atender, pero en un régimen de colapso por lo que la soledad será casi total. Así pasa los días y las noches, con las manos atadas a veces, siempre en la misma postura, para que en el sueño no se quite el respirador o lo que sea.
Esta semana santa es muy extraña. Podemos acompañar a Cristo con sentimientos nuevos pero también tenemos que orar mucho porque está siendo todo muy fuerte. Pienso que es el momento del consuelo de arriba y el Señor y la Virgen como ellos solo saben hacerlo estarán en estos casos. Que ellos aumenten nuestra fe. “El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes”, dice el siervo y sin duda será verdad.
Añado como una postdata que, hoy mismo, después de escrito este artículo, ha muerto otro compañero. Se llamaba Fray Antonio. Era un hermano coadjutor, durante muchos años carpintero en el convento de Alcobendas y donde últimamente hacía de portero. Era un amigo bueno y entrañable. Dada su contextura ágil y delgada parecía que podría vencer al Covid 19, pero no ha sido así. Pasaba bastante de los ochenta. Mucho rezó en esta vida. Que Dios le tenga en su gloria. A mi me viene continuamente al corazón aquello de: “Algo se muere en el alma cuando un amigo se va”.