24. De Ifema al cielo. Por Chus Villarroel

Para llegar a la fe hay que asumir el relato, nuestro relato cristiano, porque la fe y la salvación son históricas. La fe se da en vistas a una promesa. Para Abrahán la promesa fue un hijo y una tierra, cosas las más deseadas por un nómada. Para el pueblo que caminaba en fe por el desierto la promesa fue “una tierra que mana leche y miel”. Para un cristiano, a un nivel de religiosidad muy superior, la promesa para su fe es la vida eterna y la resurrección. Caminamos al cumplimiento de lo que creemos y esperamos.
El relato cristiano parte de un hombre, llamado Jesús, con un mensaje y unos poderes especiales que rodeado por doce discípulos predicó a las masas por un tiempo hasta que fue condenado a muerte. Al tercer día después de muerto como testifican sus discípulos ese hombre resucitó, hecho que inició una experiencia de fe muy amplia que después de dos mil años todavía permanece viva. Para sus seguidores la resurrección es el hecho de fe que les da vida en espera de su propia resurrección.
Yo soy uno de esos seguidores y testifico que esa experiencia de fe enriquecida, además, por el conjunto de personas, llamado Iglesia, nos introduce en un conocimiento de Dios que no solo es profundísimo sino salvífico. Uno se siente salvado en esa fe en la que entre otras cosas ha descubierto que el hombre Jesús es partícipe de una personalidad divina que le hace hijo de Dios por naturaleza y a nosotros, creyendo en él, nos hace también hijos de Dios, aunque por adopción.
La fe empieza pues, con la resurrección. A mí me gusta creer en la resurrección ya que esa fe es pura sin mezcla de creencias o hipótesis. Creyendo en la resurrección siento a Dios muy cerca de mí porque mi fe no puede provenir de otra parte más que  del don infuso de Dios. Mi fe es un regalo suyo que yo acepto sin ponerle trabas. La prueba de la resurrección es el sepulcro vacío, algo que como podemos imaginar no constituye prueba. Si en la fe hubiera alguna prueba ya no sería fe. Me alegro de poderme entregar y de dejarme hacer en lo que Dios quiera de mí y el hecho más grande, el don más grande que me puede hacer Dios es creer en la resurrección de Jesús, su hijo.
Yo creo que este es el hecho básico de toda fe cristiana. He leído unas estadísticas de Francia en las que se dice que un treinta por ciento de los católicos franceses no creen en la resurrección. Digo yo: ¿En qué pueden creer? También se dice de los judíos, pero entonces ¿qué sentido puede tener para ellos el hecho religioso? Edith Stein dice de su madre que era una judía fanática y entusiasta pero que no creía en el más allá ni en la resurrección. La propia Edith se asombra de esa incongruencia de su madre a pesar del enorme respeto que siempre la tuvo.
“Si Cristo no ha resucitado vacía es nuestra predicación, dice Pablo, y vacía vuestra fe” (1Co 15, 16). A veces, como es seguro que le pasaba a la madre de Edith, uno se carga de fronda y ramaje religioso y no acaba de centrarse en lo principal. Hay personas que luchan denodadamente contra el pecado pero no acaban de creer ni en la resurrección ni siquiera en la vida eterna. El relato cristiano sin resurrección no existe y si no hay relato no hay experiencia viva, no hay religión existencial, solo hay conceptos encadenados más o menos históricos y sobre todo metafísicos. Yo le debo a Cristo mucho porque ha resucitado y esa deuda es la fuente de mi mayor amor y agradecimiento.
Yo sé que España en este momento casi no es ya un país católico. También sé que cuando se le presenta a la mayoría de los españoles la muerte de frente, no se suelen rebelar ante el cura que los visita y se dejan hacer sorprendidos. Es la familia la que suele oponerse en caso de que sean contrarios. Por eso yo suelo decir que la gente por aquí no es fría sino enfriada. Enfriada por una cultura que es más bien una forma de vivir cómoda en la que se elimina la lucha interior, el sentido del pecado, el compromiso con ciertas responsabilidades, sin llegar a la acedia, ese pecado capital que engendra disgusto endurecido de las cosas de Dios.
Aquí hay todavía no mucha sino muchísima oración. Hay mucha absolución general privada, mucho ex opere operato sacramental, mucha intercesión canalizada hacia los enfermos y moribundos por coronavirus en los hospitales. Aquí hay mucho interés por el asunto, mucha gente que se mueve. En toda la geografía española creo que no se muere nadie sin que al menos ocho o diez corazones alcen su mirada al cielo. Seguro que la Virgen, como buena madre incluso de los más ateos, está tendiendo sus redes y moviendo sus hilos para que sus hijos se enteren de que es su madre. En Madrid a nadie se le ocurre dudar de que “de Madrid al cielo” así que seguro que los que están en el trance aceptarán también el “de Ifema al cielo”.