22. Mi Cristo preferido. Por Chus Villarroel.

No hay lechugas mejores que las de mi pueblo. Su suavidad, su frescura, su textura son inmejorables. No pasa por el paladar, lo acaricia. Imagínate comiéndola con unos garbanzos y date cuenta cómo eleva la calidad de la legumbre, cómo enriquece el plato y que punto de finura pone en toda la comida. Un día comiendo en un hotelito cerca de mi pueblo, nos dieron una lechuga casi igual. Yo la esperaba al día siguiente con ansiedad, pero nos pusieron otra que no se la tragaba ni un caballo. Creo que era francesa. Le pregunté a la chica y me respondió: Es que la de ayer era de nuestro huerto pero ya se nos han acabado.
Sirva lo que acabo de contar de parábola para lo que voy a decir. Hoy voy a hablaros de los tres cristos a los que me han llevado las distintas teologías que he vivido en mi vida.
Mi primera teología que yo ahora la llamo de la retribución y fue la que me enseñó D. Rufo, el cura de mi pueblo, y la que mamé de la tradición me llevaba a un Cristo figurativo sin especial relieve en la vida espiritual. Cristo era alguien a quien imitar, el modelo, el prototipo del bien hacer, el que te enseñaba a cumplirlo todo para agradar a Dios. Pero en nuestra oración y en nuestras penas  nos dirigíamos a Dios, la referencia era Dios. Un Dios racional, sacado de las pruebas de la existencia de Dios de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. El tema básico de la espiritualidad era la lucha contra el pecado. Jesucristo con su sacrificio nos había abierto las puertas del cielo y nos había devuelto la amistad con Dios pero el esfuerzo de la santificación quedaba en nuestras manos, en nuestras obras, en nuestros sacrificios, en nuestras luchas con el pecado que nos podía condenar. No había Espíritu Santo. La medida del mérito venía dada por el esfuerzo con el que tú luchabas para ser bueno y agradable a Dios. El peligro de la condenación al ser sorprendido por algún pecado mortal estaba siempre al acecho.
Yo no he sido un hombre de imitación. Por ello la imitación de Jesucristo que lleva consigo esta teología no fue mi fuerte. Eso quiere decir que no me llegó al alma ese Cristo. Visto desde el coronavirus actual me hubiera producido inquietud. No habría entrado ni siquiera en la providencia de Dios; creo que me hubiera quedado  más bien en la línea del castigo.
Más tarde en la mitad de mi vida viví durante una época otro Cristo, el Cristo de los pobres. Había pasado el concilio, estábamos en una nueva época y entre otras cosas hubo un cambio de moral. El problema ya no era el pecado y la condenación sino la opción preferencial por los pobres y el servicio a los demás como laitmotiv de toda acción cristiana. El mérito estaba en el servicio a los demás. Estábamos muy cerca del análisis marxista de la sociedad con su lucha de clases y sus objetivos de igualdad y liberación. El Cristo que brotaba de ahí era un Cristo guerrillero, liberador, en lucha contra los opresores, identificado con los pobres, rompedor de todas las estructuras de opresión, no solo en el mundo sino también en la Iglesia. Ni la muerte, ni el juicio, ni la condenación, ni el pecado tenían aquí importancia. El único pecado era el de omisión si no tenías suficiente compromiso con los pobres. Aquí tampoco aparece el Espíritu Santo.
La parte buena que saqué de estos años fue la sensibilidad social y comunitaria y el tema del servicio y del cambio de estructuras, pero un Cristo que me llevara a la trascendencia y a Dios no lo encontré. Este Cristo no me valía para morir. El fuerte de esta época no se hallaba ni en la interioridad, ni en la oración, ni en la espiritualidad porque sus temas y objetivos eran muy de acá. En una época de coronavirus se quedarían sin palabras o más bien caerían en el tremendismo por salirse totalmente de sus esquemas.
El tercer Cristo, el preferido, el que ha logrado darme vida, es el Cristo que vivo ahora y con el que quiero morir. Cuando le descubrí me di cuenta que todos los dioses son conceptos y todas las morales son imposiciones, si no nacen de una fuente verdadera. Descubrí que era un hombre, Jesús, el lugar donde se ha realizado el misterio de nuestra salvación. Ese misterio es de gratuidad ya que todos tus méritos son suyos y él te los regala. Es más, descubrí que la unión con este hombre muerto y resucitado no era una conquista humana sino un don, un regalo del cielo. Que bastaba abrir un poco el corazón y dejar que Dios te dijera algo para que le descubrieras. Descubrí que él es el Señor, que  vive, que ha resucitado y, creyendo eso, sentí la fe en mi vida. Encontré un camino, una verdad y una vida. Dejé en sus manos mi salvación, dejé en sus manos la lucha por un mundo mejor, lo dejé todo porque mi tema en adelante sería conocerlo a él y el poder de su resurrección en la cual quedaba incluido mi salvación gratuita y el destino de la humanidad. Creyendo en esto se ha desarrollado mi fe.
Aquí sí hay Espíritu Santo porque es el que ilumina la acción de Dios en Jesucristo. Él es el que ha realizado en el hombre Jesús el misterio de Dios. Y no solo eso sino que ese mismo Espíritu lo continúa haciendo en ti, en tu interior, y se hace en ti tu huésped y tu amistad más profunda. Servir a los pobres si no es desde Jesucristo es un aprovecharte de ellos para tranquilizar tu conciencia. Los pobres son de Jesucristo, no tuyos. Igualmente imitar a Jesucristo para ser bueno y no condenarte es aprovecharte de él para tu gloria porque lo utilizas para salvarte tú con tus fuerzas.
Diréis: ¿Y qué tienen que ver las lechugas de tu pueblo con estas tres teologías? Pues mucho. Con las dos primeras poco pero con la última tienen un punto en común: la frescura, la turgencia, la suavidad, el buen sabor y el olor a campo y a libertad. La obra de gratuidad de salvación que Cristo ha hecho en nosotros te abre los sentidos a la libertad, a la vida, a lo sabroso y lo bello de tu historia. Ya no hay miedo, él ha muerto gratuitamente por ti. El coronavirus merece un respeto, pero más allá de él sigue la vida a la espera de volver a florecer.