20. Yo soy la resurrección. Por Chus Villarroel

Delante de muchos miles de féretros producidos por el coronavirus no hay otro kerigma que suene mejor. Un kerigma además pronunciado por el mismo Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida”. Estas palabras producen gozo. Nunca las hemos oído  pronunciar a ningún hombre ni siquiera a los locos. A ningún paranoico o esquizofrénico, que pierden tan fácilmente el sentido de la realidad, se les oye nunca decir: “Yo soy la resurrección y la vida”.
Estas palabras de Jesús son sabrosas, pertenecen al nivel del don, no pasan por la inteligencia, consuelan el corazón, saben a vida eterna. Dijo Pedro a Jesús: “A dónde vamos a ir, Señor, solo tú tienes palabras de vida eterna”. No es un principio intelectual; que nadie se confunda. No es la conclusión de un silogismo. No es nada que se pueda captar desde la carne y la sangre. Es una revelación. Pedro no hablaba desde otro sitio que no fuera su corazón iluminado e instruido por la revelación del Espíritu Santo.
Los difuntos forman el colectivo más triste de esta historia del coronavirus. No tanto porque se hayan muerto, que es una cosa natural, sino por la manera de morir. Muy atendidos según dicen pero con ninguno de los suyos al lado, que penaban en casa o en las salas adyacentes a las UCIS sin poder apenas acercarse a nada. Muy atendidos pero sin derecho a unos auxilios espirituales. Yo sé que probablemente no se podía hacer otra cosa. No critico ni me meto con nadie. Hablo porque me duelen los muertos. Puede ser que fuera imposible atenderlos más, pero también sé que todo lo que suene ahora a muerte se retira de la vida en un santiamén, quedando como puros números para la estadística. Quedan al cargo de una funeraria que los hará desaparecer rápido a cambio de 5. 000 euros. Prácticamente todos se han ido sin sacramentos, aunque los quisieran. Para el policía de la calle no es suficiente argumento para dejarte salir de casa.
¿Crees tú esto, Marta? ¿Tú crees que tu hermano resucitará? Ella con muy poca fe respondió: sí, sé que resucitará al final del mundo. Jesús le miró a los ojos y con enorme fuerza le dijo: “Yo soy la resurrección”. ¿Dónde le habéis puesto? Al parecer todo el mundo iba llorando camino del sepulcro. Jesucristo en su humanidad lloró también. Iba en fe. Sabía lo que iba a hacer, pero en fe. Por eso con profunda humildad oró a su Dios: “Padre yo sé que siempre me escuchas, no me abandones ahora en este trance. Que todos vean que tú me has enviado”. Entonces mandó quitar la piedra y dijo con fuerte voz: “Lázaro, sal fuera”.
¿Crees tú esto, amigo y compañero de cuarentena? Ya llevamos dieciocho días encerrados en casa y con peligro de grave multa si se nos ocurre salir. ¿Crees tú esto? ¿Has tenido tiempo en estos días, en los que no hay nada que hacer, para pensar algún rato en ello? ¿Has rezado algo por los que se han ido? Yo sí. Yo he rezado y pensado mucho. Ya antes de esto del coronavirus estas palabras de Cristo me habían llegado al alma y me habían inyectado la esperanza de vivir para siempre. No lo razones, esto es una inyección. Te la pone el Espíritu Santo.
Para mí, Cristo resucitado es el secreto íntimo que me une a los que se han muerto. En su resurrección nos encontraremos. ¿Quién lo iba a decir con lo bien que lo pasamos estas navidades, total hace nada? ¿Quién iba a pensar que vendría un bichito tan especial?  Yo me alegro de que esta pandemia me haya encontrado con un corazón blando y lleno de misericordia. He dado absoluciones y unciones por teléfono y por otros medios telemáticos: “Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo”. Digo yo: ¿No está el sacramento ahí para un corazón que lo desee, aunque no oiga las palabras?
Lo que siento es que en la sociedad actual hay muchos que están endurecidos. No saben arrodillarse. Tienen una piedra en el corazón. Se les ha ido la fe en la resurrección por las escurrideras de la vida y se han puesto duros como pedernales o al menos muy enfriados. Les da vergüenza rezar, creer en la oración. Oyen a los maestros del mal porque les interesa para vivir en su libertad malsana. Lo mismo pasa en la sociedad. Ni una sola oración oficial. Ni una palabra por la televisión pública. Yo creo que la muerte nos aterra por lo inmensamente solos que nos van a dejar cuando muramos.
Dice el Espíritu Santo: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar. Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Entonces recordaréis vuestra mala conducta hasta que os dé asco de vosotros mismos por todas vuestras abominaciones” (Ez 36, 25).