Silencio en la ciudad
Desde hace unos días, lo trinos de los pájaros se han vuelto los protagonistas del ambiente, no sólo del monasterio, sino de la atmósfera circundante. Apenas se escucha el rumor de algún coche en la lejanía y el bullicio en las calles huelga por su ausencia.
No cabe la menor duda de que nos encontramos en una situación singular, del todo nueva, sospecho que supondrá un cambio de paradigma en la conciencia colectiva. Lo que se nos antojaba mera ciencia ficción ha pasado a primera página del presente, en el que aparecemos como improvisados protagonistas.
Somos, todavía, mezcla de generaciones con paisajes variados: personas mayores que conocieron y vivieron la experiencia de las guerras mundiales, la civil; personas de mediana edad que hemos escuchado de lleno esos relatos, percibido sus lodos o sentido sus heridas, que miramos muy de lejos otros conflictos armados sentados ante el televisor y oteamos un futuro con diferentes escenarios bélicos. Este nuevo decorado nos sorprende, porque no lo atisbábamos tan cerca ni tan contundente ni con tantas implicaciones, hasta que lo encontramos en plena nariz, nunca mejor dicho. Pero a pesar de los decorados diferentes, los sentimientos que se despiertan, la experiencia que desvela, no dista mucho de las de antaño: inseguridad, vulnerabilidad, prevención, es decir, mesar de lleno las coordenadas de finitud y caducidad de las que nos alejamos insensata e ilusoriamente; de las que cobramos justa medida porque nos afectan de lleno, como si unas vidas tuviesen más valor que otras o importasen en unos espacios del mapa más que en otros.
Por la contra, avanzan las iniciativas colectivas, los gestos auténticos, el coraje y la grandeza humana, en medio del desconcierto, el temor y el dolor. Cada episodio de la historia despierta polaridades, bien combinadas, pueden ser fluido de energía y luz o un combinado letal.
Vivimos estos días en modo reducido, estrechados física y psicológicamente, no cabe duda. No estamos preparados para un estado de sitio, ni para orientarnos por nosotros mismos en la inmensidad del silencio o brujulear rutas de irrelevancia. Las tecnologías contribuyen a paliar los largos tiempos de quietud, pero son tirita o emplasto que no acallan el rugido de la soledad ni cubren el vacío de sentido o aciertan con la ansiedad. El entretenimiento llega hasta donde puede, su frontera se pierde en la inmediatez.
Es frecuente, como nos indicaban en primaria, que la solución se esconda en el enunciado mismo del problema.
Se nos invita a permanecer en casa. Primero es necesario regresar para después permanecer. Se nos brinda la ocasión de salir de la zona de confort y encararnos con los demonios más ocultos e irredentos sin salir del espacio, sin escapar ni disculparnos.
Sí, la salud, la salvación, la solución, que son la misma cosa, comienza cuando regresamos a casa y nos reconocemos en ella, recuperando las coordenadas del origen, del fundamento.La salud, la salvación, la solución, surgen hacia dentro, desde el centro, como única dirección hacia el nosotros. Es en casa donde aprendemos que mi bien es el de todos y el de todos, el mío.Cuando regresamos a cada paso, a cada palabra, a cada minuto por el cauce del silencio y la quietud. Es bueno dejarnos tocar por ese vacío, esa calma, no huir de sus retos, tener el coraje de atravesar el vértigo y reencontrarnos bajo un nuevo prisma, restañar la vida restaurando ritmos, relaciones, acentos. El regreso a casa nos libera de la esterilidad de la inconsciencia, de lo superfluo. Permanecer en casa nos revela el latido de la vida, de la duda que estremece, de la escucha que concilia y comprende. Permanecer en casa marca la diferencia entre la vida y la muerte, puede librarnos del contagio de un virus, pero también del abismo oscuro del «sólo yo, yo primero» si nos teje como familia de peregrinos.
El silencio envuelve la ciudad como una gestación, como una corriente de esperanza, un halo que nos convierte en cómplices de lo humano y nos signa nuevos primogénitos de la promesa.
No cabe la menor duda de que nos encontramos en una situación singular, del todo nueva, sospecho que supondrá un cambio de paradigma en la conciencia colectiva. Lo que se nos antojaba mera ciencia ficción ha pasado a primera página del presente, en el que aparecemos como improvisados protagonistas.
Somos, todavía, mezcla de generaciones con paisajes variados: personas mayores que conocieron y vivieron la experiencia de las guerras mundiales, la civil; personas de mediana edad que hemos escuchado de lleno esos relatos, percibido sus lodos o sentido sus heridas, que miramos muy de lejos otros conflictos armados sentados ante el televisor y oteamos un futuro con diferentes escenarios bélicos. Este nuevo decorado nos sorprende, porque no lo atisbábamos tan cerca ni tan contundente ni con tantas implicaciones, hasta que lo encontramos en plena nariz, nunca mejor dicho. Pero a pesar de los decorados diferentes, los sentimientos que se despiertan, la experiencia que desvela, no dista mucho de las de antaño: inseguridad, vulnerabilidad, prevención, es decir, mesar de lleno las coordenadas de finitud y caducidad de las que nos alejamos insensata e ilusoriamente; de las que cobramos justa medida porque nos afectan de lleno, como si unas vidas tuviesen más valor que otras o importasen en unos espacios del mapa más que en otros.
Por la contra, avanzan las iniciativas colectivas, los gestos auténticos, el coraje y la grandeza humana, en medio del desconcierto, el temor y el dolor. Cada episodio de la historia despierta polaridades, bien combinadas, pueden ser fluido de energía y luz o un combinado letal.
Vivimos estos días en modo reducido, estrechados física y psicológicamente, no cabe duda. No estamos preparados para un estado de sitio, ni para orientarnos por nosotros mismos en la inmensidad del silencio o brujulear rutas de irrelevancia. Las tecnologías contribuyen a paliar los largos tiempos de quietud, pero son tirita o emplasto que no acallan el rugido de la soledad ni cubren el vacío de sentido o aciertan con la ansiedad. El entretenimiento llega hasta donde puede, su frontera se pierde en la inmediatez.
Es frecuente, como nos indicaban en primaria, que la solución se esconda en el enunciado mismo del problema.
Se nos invita a permanecer en casa. Primero es necesario regresar para después permanecer. Se nos brinda la ocasión de salir de la zona de confort y encararnos con los demonios más ocultos e irredentos sin salir del espacio, sin escapar ni disculparnos.
Sí, la salud, la salvación, la solución, que son la misma cosa, comienza cuando regresamos a casa y nos reconocemos en ella, recuperando las coordenadas del origen, del fundamento.La salud, la salvación, la solución, surgen hacia dentro, desde el centro, como única dirección hacia el nosotros. Es en casa donde aprendemos que mi bien es el de todos y el de todos, el mío.Cuando regresamos a cada paso, a cada palabra, a cada minuto por el cauce del silencio y la quietud. Es bueno dejarnos tocar por ese vacío, esa calma, no huir de sus retos, tener el coraje de atravesar el vértigo y reencontrarnos bajo un nuevo prisma, restañar la vida restaurando ritmos, relaciones, acentos. El regreso a casa nos libera de la esterilidad de la inconsciencia, de lo superfluo. Permanecer en casa nos revela el latido de la vida, de la duda que estremece, de la escucha que concilia y comprende. Permanecer en casa marca la diferencia entre la vida y la muerte, puede librarnos del contagio de un virus, pero también del abismo oscuro del «sólo yo, yo primero» si nos teje como familia de peregrinos.
El silencio envuelve la ciudad como una gestación, como una corriente de esperanza, un halo que nos convierte en cómplices de lo humano y nos signa nuevos primogénitos de la promesa.
Sor Miria Gómez OP
Monasterio de la Stma. Trinidad