7. Impuro, impuro.Por Chus Villarroel

Seguro que todos habéis visto alguna película sobre Jesucristo o sobre su tiempo en la que se ve a los leprosos que vivían en los sepulcros gritar cuando se acercaba alguna persona sana: Tamé, tamé, en arameo, que significa: impuro, impuro. Tardé yo en percatarme de la enorme crueldad de este grito. Y no sólo del grito sino del hecho de vivir en los sepulcros o tumbas de los cementerios. El contaminado por el virus de la lepra o por otras enfermedades contagiosas estaba obligado a vivir fuera de los pueblos y a avisar con esa palabra a la gente que merodeara por los alrededores para no ser contaminada. Les ponían en guardia a los sanos para que se alejaran de allí.

Ahora en estos días estamos utilizando mucho la palabra: confinado. Una palabra de muy poco uso en los últimos siglos pero que el coronavirus ha vuelto a poner de moda. Para mí es la noticia de hoy. Una prima carnal me ha llamado y me ha dicho que una de sus hijas está confinada en su habitación por síntomas claros de estar infectada por esta pandemia.  Ya han tenido que poner todo lo suyo aparte y por allí todo el mundo transita medio en silencio con guantes y mascarilla. Ya está segregada. Menos mal que no tiene que gritar: Impura, impura. Su madre con una pena enorme de no poder abrazarla y besarla cuando la chica llora fuerte, triste y sola.

Nos está ocurriendo lo impensable. Una civilización que domina el espacio, la genética, el inconsciente; una civilización con técnicas poderosas capaces de atentar contra el propio planeta donde habitamos, se ve rendida y humillada por un ser que no es, que parece pura materia prima, pero que resulta mortífero para cualquier soporte donde pueda aposentarse. Siempre creí que la crueldad que yo percibía en los tiempos antiguos contra los infectados era cosa de otra galaxia y la tenemos aquí en casa de una sobrina super viva, alegre y simpática siempre. Qué cuaresma más especial, me decía otra mujer esta tarde. Sí, muy especial.

Hoy os presento otra cuaresma que vivió Santa Catalina de Siena luchando y amando en circunstancias semejantes. Es muy antiguo lo que nos está pasando. Nos lo cuenta Caffarini, testigo ocular: “Arreciaba la peste en Siena (año de 1347) y Catalina se lanzó de cabeza entre los apestados y se zambulló en la muerte sin morir y asombró al pueblo donde había nacido. Se movía con sus mantelatas por toda la ciudad. Primero en su propia casa donde Lapa (su madre) resistía al frente de once nietecitos de los cuales murieron ocho. Catalina los sepultó con sus propias manos pues no había que pedir ayuda para los muertos cuando los vivos la necesitaban toda.

Pero Lapa, a su lado, lloraba a lágrima viva cuando su maternidad indómita primero en sus veinticinco hijos y ahora en tantos nietos se veía desprotegida de todo favor. Murieron varios de sus hijos. Esteban, que estaba en Roma, Catalina le vio morir por visión sobrenatural, y no pudo por menos de dejar de exclamar: “Sabed, pobre madre, que vuestro hijo Esteban ha pasado a la otra vida”. Por lo cual Lapa rompía en lágrimas de la mañana a la noche y deploraba haber escapado a la muerte seis años antes: “Mas acaso habrá puesto Dios a mi alma atravesada en mi cuerpo para que no pueda salir? ¡Cuántos hijos e hijas, grandes y pequeños se me han muerto!…”

Como digo, Catalina se movía con sus mantelatas por toda la ciudad. Pasaba la carreta cargada de cadáveres y el cochero llamaba a cada puerta: quien los tenía recientes los cargaba y el carro seguía su marcha fúnebre. En algunas calles ninguna voz respondía ya a la llamada: las casas eran ya tumbas y los sepultureros no subían a retirar a los muertos. Morían también los sepultureros y algunos de los que pasaban caían de improviso, y allí, tendidos sobre el adoquinado, agonizaban sin que nadie les pudiera prestar atención.

Nunca, escribe Caffarini, había parecido Catalina tan admirable como entonces: siempre en medio de los apestados, les auxiliaba, les preparaba para morir, los enterraba con sus propias manos. Yo mismo presencié el celo hecho de amor con el que asistía y la maravillosa eficacia de sus palabras, que realizaron tantas conversiones. Muchos escaparon a la muerte en virtud de su extraordinario sacrificio y mientras era incansable en su obrar invitaba a las compañeras mantelatas a seguir hasta el final. Gracias al deambular fuerte y amable de su blanca figura por todos los rincones de la muerte, los sienenses creyeron en ella o, mejor, dicho la conocieron de verdad”.

Fue terrible esa peste negra a mediados del siglo XIV. En el convento de dominicos de Santa María Novella de Florencia había cien frailes de los que murieron cincuenta, exactamente la mitad. La tristeza lo inundó todo, los frailes dejaron de ir a coro y rezar, sumidos en la depresión, el desconcierto fue total. Sólo los grandes santos del momento fueron capaces de levantar el ánimo para seguir adelante. Entre los dominicos, que es lo que más conozco, destacaron Santa Catalina de Siena y San Vicente Ferrer.