Eso ya no te mata

Eso ya no te mata
I.- Mi pasión
El Espíritu de Dios se mueve y sopla por todas partes. Por la mañana, para decirme algo en los restos de mis sueños, antes de que me dé tiempo a poner barreras.
Hace unos días he tenido, por primera vez en mucho tiempo, otra pesadilla de desamor y traición. Lo que hace diferente esta pesadilla de otras anteriores, iguales o parecidas, es que mi arcángel ha dicho en mitad del sueño, con voz clarísima de tranquila autoridad, como una trompeta del Apocalipsis: eso ya no te mata.
No lo he dicho yo. Yo lo habría pensado entre lágrimas, con emociones. El mensaje no era para consolarme al ver que todo era un sueño. Ha sido como un anuncio firme y sereno, en nombre de nuestro amado Señor, ya revestido de su Dignidad.
Me pone los pelos de punta pensar que, efectivamente, el Mal estuvo a punto de empujarme a morir sin esperanza.
El demonio no puede matarme ya, pero alguna vez en sueños, todavía me anula y me borra, me asusta haciéndome sentir que no soy nada, que no hay nada permanente en la tierra y que no hay nada detrás de una mirada que enamora. Me quiere hacer de los suyos. Es una tiranía absoluta, que desnuda el alma y la deja morir de frio. Chus dice que el frío le produce orfandad.
El objeto de estos recuerdos oníricos es llevarme a la muerte, al menos en la vida, encerrarme de nuevo en el infierno que viví, ocultarme mi resurrección con Jesucristo, arrastrarme al abismo un rato.
No sé si la pesadilla vino como una reacción a mi alabanza contundente y nueva en este Domingo de Ramos, en el que he acompañado al Señor en su agridulce entrada triunfal en Jerusalén, recibiendo el amor y la proclamación de los más inocentes, mientras su corazón temblaba ante la otra realidad que le acechaba y esperaba. La dualidad del hombre, entre dos fuerzas inimaginables.
La angustia de Cristo el Domingo de Ramos, su certeza de que se aniquilaría, durante su Pasión y muerte, la ilusión de esos niños que hoy le aclamaban; el Calvario que tenía por delante, su pena por la maldad de los que le iban a crucificar…
Todo eso le acompañaría hasta el final, iría en su corazón hasta la muerte, pero no le mató. Porque su Amor era más potente y también me ha salvado a mí.
Sigo aflorando, con Él, mis penas y miedos más profundos, pero sigo amando.
Después de abrir los ojos me ha venido la idea de que, mientras que soy capaz de conocer la intensidad del amor de alguien y, en su caso, descartarlo en mi libertad terrenal, NO PUEDO abarcar la inmensidad del Amor de Dios. Sólo la Verdad, Jesús hombre, me hace entender y ser libre para reconocerle, o no, como Señor.
Pero le dosifico el amor al Señor, porque no le veo, ni oigo, ni toco, le encierro a través de la mente y le controlo. No puede llegar a mi corazón por mis sentidos. De hecho, he rechazado hasta ahora una parte de su amor, por ser demasiado grande: No entendía la Cruz en mi realidad y el Espíritu me la va iluminando ahora.
Yo necesito que me amen con plenitud en la carne y por eso Cristo sacrificó por amor su cuerpo de carne. Como no podemos alcanzarle, el que nos ama es Él y nos da el amor del Padre desde la Carne. Al resucitar en la carne, Jesucristo ha abierto un canal entre el cielo y la tierra, para que el Padre nos transforme y recupere.
Cualquier hombre puede querer a otro hasta el borde de su límite, pero sé hasta en mis pesadillas que, sin pasar por Él, nos queremos flotando en el pecado y desde la muerte, con un amor con fecha de caducidad.
Por eso me parece santo el sacramento del matrimonio y me habría gustado tener alguna pasión bendecida y elevada, aunque no durase toda mi vida.
El servicio al hermano no es suficiente si no encarna el amor del Padre, haciéndose por Cristo y como Él lo haría, porque en los demás casos está mediatizado por el ego y puede ser manipulado en el mundo. Pero, aún en estos casos, el empuje que lo genera es santo.
II. Mi trabajo
En este momento, el Espíritu se mueve en las cosas inesperadas que pasan a mi alrededor. Es como un incendio y cuando prende el alma, brota la alabanza y me pongo a cantar o a dar gracias desde la niña que llevo dentro. Somos muy pequeños.
El Señor ha transformado mi día a día y ahora está soplando también en lo menos íntimo, me acompaña al lugar donde paso más horas, en lo que parece más real y alejado de Él, mi trabajo. Nunca me lo habría creído…
Porque en el trabajo dominan los juicios, que no provienen de la inteligencia, sino que están dominados por la pasión y los instintos. Es la lucha por la apariencia, por los puestos mejor pagados, por la posición personal en un entorno social idóneo para ser manejado por el demonio y desequilibrarnos.
Yo rezaba para que Jesús me protegiese, pero no esperaba que lo fuera transformando. O me lo parece, porque ahora soy una mujer nueva.
Por qué digo que el Espíritu sopla en mi trabajo? Para empezar, lo digo como acto de fe, porque empezamos invocándole cada día a las 9,35 de la mañana, reunidos cinco compañeros en su nombre.
Al volver este lunes del retiro de Herencia, le dije a mi jefe que he pasado las vacaciones con un grupo de la Renovación, porque me he hecho cristiana. Se reía, porque yo soy cristiana desde que nací, pero me entendió.
Seguro que no le extrañó, porque ya se habrá enterado de lo que hacemos todas las mañanas, pero para mi alivio, creo que la confesión le gustó. Mi intención más profunda era explicarle la razón del cambio que ha visto en mí y de mi extraordinaria superación de la ruptura sentimental que ya conoce y que me podía haber llevado a la depresión. Me sentí empujada a darle mi testimonio, porque a él ya le había puesto el Espíritu la intriga en su mente.
Cada día, en la oración, rezamos por nuestros problemas concretos, sentimos que la unión hace la fuerza, que nos vamos conociendo desde lo alto y que nos importamos unos a otros. Todos intentamos hablar como lo haría Jesús y poner paz donde hace falta.
Es un ejercicio de humildad abrir mi corazón y dejarme aconsejar por estos hermanos, porque confío en que El Señor me habla a través de ellos. A veces Él me hace ver más allá de lo que ellos transmiten con su mejor voluntad, porque Cristo siempre supera los límites y me ilumina.
Creo que tiene que ver con la parábola de los talentos. Todos nosotros hemos recibido muchos dones y los estamos invirtiendo para intentar construir el Reino de Dios. Y cada vez recibimos dones nuevos, más combustible para avivar el fuego y calentar a los que nos rodean y están necesitados. Quizá se los ha retirado a los que no los ejercitan.
A medida que se va transformando mi interior, mi oración es más profunda y parece que recibe a veces una respuesta inmediata. Pido lo que necesito justo antes de necesitarlo y cuando recibo ayuda, veo que es algo concreto y mejor de lo que yo había pedido…
Justo antes de comenzar Semana Santa, Kaja, la profesora eslovena que nos da clase de inglés los miércoles, dio un repentino y sincero testimonio, a los tres que estábamos en clase, de su conversión y próximo bautismo y de su felicidad de haber conocido a Cristo, al llegar a España, después de la tristeza y la desnutrición espiritual del régimen comunista, que ha conocido en su infancia. Necesitaba hablar de ello con alguien y algo la empujó a compartirlo con nosotros.
Me gustaría poder recrear en el papel la atmósfera que iba fluyendo en aquella clase y que desembocó en la confesión de Kaja, porque lo más sorprendente es que mis dos compañeros se sentían orgullosos de nuestra religión tradicional, empezaron a contarle sus aparentemente intrascendentes experiencias en las procesiones de sus pueblos, le explicaron cómo fue la Pasión de Cristo y lo que se hace cada día para conmemorarla y terminamos todos con un respeto inmenso por la figura de Jesús, que era amor en el caso mío y en el de nuestra profe.
Yo estaba rezando para que aquello no degenerase en un chorro de agua fría para ella, pero vi que no necesitaba rezar más que para adorar al Padre, ni hacer nada, porque el Espíritu conoce el corazón de los que estábamos reunidos en esa clase, no por azar y fue Él quien la presidió aquel día.
Al terminar, propuse a la profe que viniera conmigo a conocer al grupito de la oración, porque era la hora. Salió agradecidísima y emocionada y lo repetirá cada miércoles. Ahora no quiero faltar a clase, por acompañarla al final a la oración, pero seguramente es ella quien nos está dando a todos los del grupo algo que el Señor quiere que tengamos…
Aquel día, empezamos la clase hablando de la religiosidad popular de la España de nuestra infancia y terminamos, sin saberlo, en una muda oración.
El lunes de Semana Santa estaba en Alicante, con mi amiga Christiane y su hija, que son de Colonia. Para unas alemanas protestantes resultaba extraño ese desfile de imágenes, vírgenes y nazarenos, por delante de los puestos de chocolate y chucherías.
De hecho, yo iba rezando por dentro mientras paseábamos comiendo churros y, aunque no lo exterioricé, a Christiane, que es listísima, le chocó verme emocionada en esa situación tan pintoresca. En España, el Espíritu ha conservado muchos años la fe gracias a la religiosidad popular y dentro de ese popular pegan muy bien los churros.
Es la presencia transformadora de Dios en el mundo de hoy, en hermandad, dando felicidad mediante cosas sencillas que llegan al corazón y producen paz.
III.- El sufrimiento
La Semana Santa culminó para mí en el retiro de Herencia. Un torrente de emociones y experiencias con los hermanos, compartiendo el Espíritu.
En la Vigilia de Pascua todos colgamos nuestro pecado y sufrimiento en la Cruz, para que sea transformado en amor.
Lágrimas de amor no correspondido, como las de Cristo, lágrimas amargas de arrepentimiento, lágrimas dulces de gratitud y encuentro, lágrimas de abandono, las más profundas, lágrimas de deseo de encuentro y consumación, lágrimas de compasión, lágrimas de esperanza… que el agua del Señor nos inunde y rebose.
Para mí, además de todo eso, las lágrimas son el río que me limpia, que se lleva la enfermedad y todo lo que no es de Jesús, que me deja el corazón en paz, para poder mirar a los demás con ojos limpios…
Se me olvidaron las lágrimas de sufrimiento. Porque son las que produce la vida, la carne. Pero esas no tienen nada que ver con el Amor de Dios y son las que menos me gustan. Pienso que Cristo hombre quería convencer y salvarnos sin sufrir tanto, pero el Mal pudo con él en la tierra. El Padre, en su inmensa bondad y respeto hacia nuestra libertad, lo permitió y Él se sometió por amor.
Lágrimas de sufrimiento, sobrevaloradas, porque son el triunfo del pecado…
Las lágrimas de amor por otro ser humano y las lágrimas de impotencia ante el sufrimiento son las que me llevan al Señor. No el sufrimiento en sí.
Aunque todo se convierte en plegaria.
Lágrimas que lavan mi soberbia y me hacen mansa como Él.
Lágrimas que me transforman, las de la mujer nueva.
Lágrimas de discernimiento, que me alejan de lo que más quiero: las más valiosas, porque me llevan a aceptar la voluntad de Dios y soltar mis deseos, que no sé de dónde vienen ni a dónde van… Es lo que llaman sacrificio y lo que me hace crecer.
Estas me traen encadenadas lágrimas de agradecimiento, al discernir que el Padre me habla y me abraza diciendo mi nombre. Las dos que me inundaron al final del retiro.
Jesús me dio el don de lágrimas nada más poner el pie en Maranatha. Allí, bajo el Espíritu, quebró mi escudo protector contra el Mal y conectó mi corazón con mi espíritu. Tierra y Cielo. Fue un instante transcendente, que desbordó el agua que me impusieron en mi bautismo y que el Señor había estado haciendo crecer, mientras yo dormía.
La traición y el desamor de mis pesadillas van a seguir presentes en mi vida de mil maneras. Pero ya no me matan, porque me defiende Jesucristo resucitado, que ha puesto una cruz en mi corazón.
Rocío Mena
Madrid. 4-4- 2018