Novicia para siempre
Novicia para siempre
Hace muy poco murió una novicia, terciaria dominica, ya mayor. Su cáncer le duró unos pocos meses. Llevaba siempre la crucecita insignia de la Orden que le dieron el día de su ingreso en el noviciado. En agosto, de este año 16, cuando Madrid estaba desierto, fuimos a visitarla a la Latina donde vivía. Nos chocó que el barrio estuviera tan vivo, con multitud de personas deambulando, sus numerosos bares, pubs y tabernas a rebosar, sus calles llenas de encanto como Cava Baja, Cava Alta o las mismas plazas de la Cebada y la Paja. Junto a su casa está la Iglesia de San Andrés donde bautizaron a San Isidro Labrador. Como se ve casticismo puro. Nos parecía otro Madrid, aunque pronto caímos en la cuenta: es que eran las fiestas de la Paloma, la Virgen del barrio.
Dado su estado de gravedad, le ofrecí adelantarle la promesa simple para que muriera como dominica plena y no en la etapa de prueba que significa el noviciado. Para mí sorpresa me respondió que no, que ella “novicia para siempre”. Traté de convencerla pero volvió a negarse con plena seguridad. Le dije que me explicara un poco más y simplemente me respondió que ella no quería ser ni profesa ni esposa porque esto le sonaba a cosa vieja; quería morir como novia y como novicia. Me di cuenta que lo tenía muy pensado y ya no le molesté más. Se confesaba conmigo hacía bastante más de veinte años. Era de las que necesitaba el tú a tú, nada de confesionarios sino habitación privada, charlar largo rato y consultar al cuaderno en que traía escritos sus pecados. Reconozco que, a veces, se me hicieron muy pesadas sus confesiones porque además no tenía ningún pecado decente.
Cuando hace unos meses le anunciaron el cáncer y que no le quedaba mucho tiempo de vida, algo aconteció en ella. Fue como una especie de subidón espiritual. El Espíritu Santo nos sorprendió a todos con un pentecostés inesperado. Su vida se hizo gozosa, estaba contenta, disfrutaba de Dios y de todo lo que le estaba sucediendo. Entró de lleno en Cristo. Había asumido la muerte y la afrontaba con un talante y un estilo muy superior a lo que presagiaba su vida anterior. Fructificó en ella una siembra que parecía agostada.
Vimos su ocaso como el mejor ejemplo de una muerte como fruto del Espíritu Santo. Lo propio del fruto es el gozo, la degustación. Preparaba con su sobrino sacerdote los detalles del funeral y las lecturas, sin que faltara una del Cantar de los Cantares. Invitó a su “boda” a todos los que fueran a visitar su cadáver de cuerpo presente en la propia casa, -no quiso tanatorio- tomando un trozo de tarta que ella con su familia había preparado para el festín. Quería que lo celebráramos con ella. Si al hombre se le conoce en el desenlace como se dice en el Eclesiástico (Si 11, 28), Nati, que así se llamaba, fue una “crack”.
En la misa de entierro, ya en el tanatorio, aunque no presidí, me pidieron predicar y lo hice con mucho gusto. No quedé muy satisfecho, más bien me sentía en deuda. Ella era aficionada al WhatsApp y más de una vez me había dicho que si lo que le estaba pasando podía valer como testimonio de Jesucristo que lo contara. Quería que sus defectos y pecados, perdonados por Cristo, cantaran la gloria de Dios en el cielo por toda la eternidad. Por eso escribo este artículo, ya que la homilía no me convenció o me supo a poco, para cumplir su voluntad y porque estoy seguro que ella lo disfrutará.
Este mismo hecho de querer dar testimonio de Jesucristo forma parte de la nueva criatura en la que fue trasformada en los últimos meses. Era más bien una mujer escrupulosa, de cristianismo antiguo, más preocupada, por decirlo de alguna manera, de un pecado de su niñez que de la gratuidad de la salvación, más capaz de donar un riñón hace años para que su hermano siguiera viviendo, que de sentirse amada por Dios. Yo le hablaba de esto pero no le calaba o, al menos eso creía yo, porque al final se demostró que le había calado profundamente. Sólo se necesitó un pequeño soplo del Espíritu para que aflorara en su conciencia toda la predicación a la que parecía ajena.
Ella fue a visitarme a la calle Conde de Peñalver cuando yo era párroco allí. Se me presentó como profesora de música y organista en las que sin duda descollaba, pero no iba por ahí su interés hacia mí. Buscaba un confesor. Por aquellas fechas, 1990, yo hablaba por la radio y me oyó y no paró hasta encontrarme. Me reprochaba que los primeros días me había caído gorda. Eso decía. Era pequeña y delgadita. La cuestión es que continuamos unidos hasta el día de su muerte. Cuatro veces al año, porque no le permitía más, la tenía en mi despacho con su cuadernillo de pecados. Le hablaba de la Renovación carismática y no me hizo ningún caso al menos durante ocho años. Después se integró en ella, en Maranatha, cuya música le parecía sublime porque la encontraba ungida. Últimamente, hasta se hizo terciaria dominica. No le gustaba que la llamara dominica laica porque le parecía una palabra muy fea. Nunca pensé que Nati significara gran cosa en mi vida. Era una anawín. En su veta de sencillez más honda, lo que me decía continuamente es que la quisiera. Y lo logró porque la estoy echando de menos.
A los dos días de su entierro intenté coserme un botón en el puño de una camisa. Ya llevaba tres lavadas y me era incómodo ponérmela con el puño suelto una vez más. Logré enhebrar la aguja y coserme el botón. Ya hacía más de veinte años que no me cosía nada a no ser que me lo hicieran. No me atrevía. Al lograrlo, me puse tan contento que salí de mi habitación al despacho del párroco para que me felicitaran los que hubiera allí. Así sucedió.
Poco después, al acostarme, me di cuenta de que yo no me cosía los botones por miedo al fracaso y a la humillación de no poder hacerlo. A mis 81 años se me antojaba imposible. Mi inconsciente cobarde me tenía paralizado. Justo en ese momento tuve una revelación honda. Alguien me decía muy adentro, que a mí no me podía suceder esa irrupción de Espíritu que había venido sobre Nati. La razón era porque yo, en mi inconsciente, creo que merezco algo, cosa que a ella no le pasaba. Me quedé cortado al ver que me desnudaban el alma. Lo sentí en mí como un pecado muy fuerte y muy grave. Vi que era cierto, que yo, sin saberlo y sin darme cuenta, creía que merecía algo y necesitaba que todo mi trabajo, predicación y dedicación espiritual se me reconociera. De ahí ciertos ratos malos que paso.
Estas cosas llegan con una unción que penetra como una taladradora. Al principio no es nada agradable porque es una revelación de pecado. En efecto, yo conecté a través del túnel del tiempo con Adán y Eva. Los tres teníamos algo en común: que queríamos ser como dioses, robándole la gloria al único Dios. Mi pecado original era todavía el dueño de mi inconsciente. Lo bueno es que no se me dio opción a rebelarme, tenía que aceptarme sí o sí tal como estaba, con lo cual supe que estaba en el purgatorio y no en el infierno. La rebeldía sólo es para los del infierno pero hay un momento en que no se está lejos de nada o más bien cerca de todo. ¡Qué dureza!
Sé que este conocimiento de mí mismo me ha sanado aunque en mi superficie vuelva a las andadas. La razón es que es muy profundo. Seguiré rezando y diciendo: ¡Señor, sana mi inconsciente! ¡Líbrame del pecado original que habita en él! Sé que hay cosas que no se pueden sanar dos veces porque después de la primera sanación no está en nuestras manos volver a cometerlas. El pecado del que hablo es constituyente, no de comisión. Sin embargo, seguiré rezando porque habrá otras muchas cosas. Lo tengo muy claro: un predicador de la gratuidad durante tantos años exigiendo reconocimiento… La gratuidad hay que predicarla gratuitamente. De lo contrario dice el evangelio: ¡Ya has recibido tu paga! Pero ¿quién es capaz de esto?
Ahora me doy cuenta que Nati con su forma de ser y con el don de Dios me ha dado mucho más que yo a ella. Me maravillan las obras de Dios y lo distinto que es de nosotros y de nuestras ideas sobre él. La conversión más profunda en mi vida me la ha hecho el Espíritu Santo por medio de una mujer que nunca pudo con el tabaco, a no ser al final, y que tampoco despreciaba, sin pasarse, unos traguillos de licor; una mujer que parecía una ratoncita Pérez por lo mucho que roía las cosas. Según los criterios de una teología de la retribución, Nati no era ninguna santa, no tenía, por tanto, capacidad para ser modelo en nada. Ahora bien, según la teología de la gratuidad, el Espíritu obra en los corazones de los pobres aunque no sean perfectos por el simple hecho de que se dejan hacer. Jesucristo puede actuar a sus anchas en ellos porque su acción gratuita cubre todos los déficits. Lo dice el texto de Lucas 10, 20: No os regocijéis de que se os sometan los espíritus malos sino de que vuestros nombres estén escritos en el cielo. No son vuestras obras sino la gratuidad de que, sin méritos, estén vuestros nombres escritos en las listas del cielo.
Esta gratuidad es la que quería Nati que todos celebrásemos en su muerte. Ella la llamaba boda. Por eso, como he dicho, compró varias tartas, por medio de su familia, a la que imagino asombrada ante voluntad tan extraña. A mí me traía con frecuencia codornices porque sabía que me gustaba ese plato. Y, cuando necesitaba alguna medicina, le pedía a su médico la receta como que fuera para ella. Un tío y un primo de 17 años murieron fusilados en Paracuellos. El tío por ir a misa y el primo, hijo del tío, fue delatado como falangista. Hablaba mucho de ellos. También murieron en Noviembre. Seguro que salieron a esperarla a las puertas del cielo. Sin duda fue un ser muy original pero vivir su muerte a nivel de don como la vivió, nos ha llenado a todos de gozo. Al final, cuando necesitaba ayuda, incluso para moverse en una silla, pidió a unos amigos que la visitaron: Leedme el cántico de Simeón:
Ahora, señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel.
Uno de los últimos días estaba totalmente desganada no quería ni beber agua ni comer ni nada. Su sobrino cura le dijo que si quería que le leyera el Cantar de los Cantares. Sacó fuerzas de donde no se sabe y dijo entusiasmada que sí. Lo último que leyó el sacerdote estando consciente fue: “Amada mía, estoy enfermo de amor por ti”. En ese momento perdió la conciencia y nunca más la recuperó.
Gracias fray Chus por este testimonio tuyo y de Nati. Dios quiera que aprendamos la gratuidad, la encarnemos y rebose en nuestra vida! Si vienes por Chile, visítanos en nuestro Monasterio de la Inmaculada del Maule, VII Región. (a 350 Km. al sur de Santiago)
Gracias Chus. Acabo de leer hoy tu escrito sobre la gratuidad y cómo la asumieron San Pedro y San Pablo y me ha dirigido el Espíritu Santo, porque no puede ser de otro modo, a este otro escrito tuyo acerca de tu relación con Nati y cómo afrontó su muerte. ¡Me ayuda tanto! Durante este confinamiento pienso mucho en cómo afrontaré mi muerte, sea por coronavirus o por cualquier otra causa. Y me aterra pensar que no voy a sentir a Jesucristo cerca, que mi fe no es lo suficientemente fuerte, que no se me ha revelado, que mi vida como creyente no tiene madurez, etc pero he leído esto y me he dado cuenta de que siempre habrá un último momento para que el amor de Cristo caliente mi espíritu.¡Gloria al Señor!