Urgencias
Urgencias
A los cinco días de recibir el alta de una grave operación de cáncer me tuvieron que ingresar de nuevo con una insuficiencia renal bastante aguda y con 3,7 de creatinina. Me habían operado en la clínica madrileña de La Paz y allí reingresé por urgencias. Sucedió el viernes 25 de octubre de 2013 por la tarde. Después de largos trámites y esperas me sentaron en un sillón donde tuve que aguardar bastantes horas hasta que, por fin, debido a los resultados de un análisis de sangre, me dieron una cama, a altas horas de la noche. El box donde me ingresaron, uno de varios, era una sala cuadrada con siete camas o camillas en los distintos espacios abiertos en las paredes laterales sólo separadas por cortinajes. Delante de cada cama, en la misma fila, ponían con frecuencia otra camilla y de hecho estas supletorias también tenían número. En mi fila, mi cama era el número 20 y delate tenía, a veces, la 19. Después el pasillo central y a la otra parte la 18 y pegada a la pared contraria, la 17. Cuando no había supletorias, el pasillo era más ancho.
Las cortinas estaban casi siempre plegadas de modo que podías ver toda la sala con una simple mirada, con lo cual el espectáculo estaba servido. El que deambule tranquilamente por Madrid y nunca haya estado enfermo no tiene ni idea del detritus humano que genera la enfermedad en las grandes urbes. El espectáculo, en algunos momentos es dantesco. Tuve tiempo de disfrutarlo porque esperando una cama en planta tuve que estar cuatro días con sus cuatro noches en urgencias y, desde ahí, sin conseguir habitación, salir a la calle, aunque bastante mejorado. El Hospital entero de la Paz estaba bloqueado y daba la impresión de que no había altas y no se moría nadie. A lo mejor es que las camas que iban quedando libres no me tocaron a mí.
Inimaginables los ruidos, los gritos y los ayes de las personas enfermas allí alojadas, unas veinticinco de media. Gentes de toda ralea, en especial ancianos, la mayoría, mujeres, muchas veces con graves deficiencias mentales, que se hacían sus necesidades a tu lado. Cada poco entraba la policía con alguien o el Samur o la Cruz Roja o particulares de diversas especies. Estos iban siendo colocados en sillones y a esperar horas y noches mientras estudiaban su caso. Todo era público, todo a carreras, todo a gritos, de día y de noche. Raros eran los momentos de sosiego. La cama de una moribunda, encajada a la fuerza, estuvo tocando a la mía una noche entera, mientras yo oía sus estertores. Me volvía para el otro lado pero la bolsa de ileostomía me lo impedía. Gentes que querían escapar, otros que clamaban por volver a casa. Poder dormir un rato parecía imposible.
La familia de la moribunda pidió la unción de los enfermos. El cura que se la dio tampoco tenía complejos en la voz. Lo hizo suficientemente fuerte para que la sala enmudeciera por unos momentos. Me conocía pero no me saludó, cosa que agradecí. En mi alma sólo había cabida para retazos de angustia. Una enfermera me dio un orfidal para que me lo pusiera debajo de la lengua. Así lo hice, y pude dormir algo durante dos o tres horas aunque, dormido y todo, percibía la estridencia de los ruidos continuos. El despertar fue encontrarme en un país de fantasía, en una habitación llena de cortinajes blancos movidos por una suave brisa, con música y coreografía del Lago de los Cisnes. Pronto, sin embargo, me di cuenta de la realidad y de mi penosa situación. Lo que me despertó fue un altavoz que decía: “Celador, al salón de sillones”. ¿Qué será el salón de sillones? Nunca había experimentado en mi vida nada semejante. No obstante, me desperté y comenzó el día con cierta sensación de descanso.
A la primera chica que me fue a poner el termómetro, le pregunté por el Salón de Sillones. Me dijo: “Es una sala, como ésta, en la que no hay camas sino sillones y la gente espera allí sentada que se resuelva su caso”. Se me vino la poesía a los pies y me di cuenta que tenía que asumir y que me era imposible la salida. Me volví a mi interior para hacer acopio de toda mi fe pero tampoco de ese horizonte me llegaban vientos de consolación. El Espíritu se había quedado a la puerta de Urgencias. Cualquier pregunta o por qué, que me saliera del alma, se ahogaba en un corto recorrido. Estaba en medio de la humanidad doliente y dolorosa, la pobreza humana, recién brotada del pecado original estaba allí sufriendo su castigo y lo que es más grave sin culpa personal alguna.
Sea lo que sea, esa es nuestra condición y más allá de ciertos límites no es bueno inquirir y menos sacar conclusiones. A mí lo que me interesaba era mi fe, ¿Dónde estaba la fe de toda mi vida? ¿Me valía algo para superar aquel trance? Durante un tiempo me vi desasistido y lo pasé mal. Toda la vida viviendo de la fe y confiando en ella y no sentir su auxilio en momentos tan lacerantes y trágicos como aquellos suscita en uno frustración y asfixia; pero pronto comencé a poder orar lo cual significó mi salvación. Todo seguía igual pero yo podía orar, podía interiorizarme, podía verlo todo desde otro plano, podía salir de mí, de mi angustia y de mi soledad. Era una oración sencilla, contemplativa, interior en la que se me revelaba que todo estaba en las manos de Dios. La fuerza interior que me habitaba tenía rostro y presencia de Cristo y de María. Me sentía acompañado por ellos. Cerraba los ojos y los sentía dentro y con ellos pasaba algunos ratos. Esta experiencia llega cuando llega porque es gracia, pero para que esta intimidad suceda dentro de ti tiene que haber precedido en tu vida un largo ejercicio espiritual y una vida de oración e interioridad suficientemente fuerte.
Desde ahí comencé a ver el lado bueno del espectáculo que estaba viviendo y presenciando. En la mesa que presidía, llamémosla así, siempre había un grupo de médicos jóvenes, ellos y ellas, escribiendo y al tanto de todo. Unos eran profesionales y otros aprendices. La Paz es una clínica universitaria. Después estaba el grupo de enfermeras, ellos y ellas, y auxiliares, todos jovencísimos, y el resto de personal que ayudaba en las diversas tareas y en la limpieza. Estos ya de distintas edades. ¡Qué paciencia, Dios mío, qué aguante, que dominio de sí! ¡Cuantísimas impertinencias, qué matraca les dábamos los enfermos! Ni una palabra ni un gesto de displicencia; palabras suaves, pacientes. Yo me decía esta gente tiene don; no todos los médicos y enfermeras valen para esto. El ateclar con esa parsimonia a una viejita alzéimica, o a dos y tres a la vez, requiere un temple de hierro y algo más. Una enfermerita me contestó: “para eso me pagan”. Pero no, no es verdad, no es sólo por eso.
De hecho yo empecé a sentirme orgulloso de tal conducta humana. Cuando pude contárselo a alguien le dije que se me había aumentado la fe en la raza española. El garbo y el salero en el servicio me impresionaban. Algunas de las chicas, entre las que había grandes bellezas, lo hacían como jugando, siempre dos o tres cosas a la vez. Se relacionaban mucho entre ellas, se emulaban, o así me parecía a mí, siempre a gritos, eso sí, pero con enorme eficacia. Su presencia al lado de tu cama para servirte era fugaz como la de la abeja en la flor pero lo comprendías siguiendo su juego con los ojos. A veces desaparecían en plena noche. Yo les decía “¿Cómo te busco para cambiar la bolsa cuando no estáis?” Me respondían: “Tú grita, que pronto aparecemos”. Sí, pero a las cuatro de la mañana, mientras los demás intentaban dormir, no le era fácil gritar a un hombre como yo que se ha identificado a ciertas horas con el silencio profundo desde el noviciado.
La dulzura de la oración se mantenía en medio del infierno del que parecía brotar. Me hacía penetrar por los sentidos la pasión de Ntro. Señor Jesucristo que escandalizaba a mi hombre viejo y burgués haciéndole morir a sí mismo. No sé cuál de los cinco sentidos se llevaba la palma. Podría citar al oído y al olfato. El oído sufría por el ruido, el barullo continuo y lo horrísono de muchos gritos y movimientos de camas a cualquier hora del día y de la noche. El olfato me hacía sufrir grandemente. No me refiero al mal olor de los demás, que también, sino al mío propio con mis orines y mi bolsa. “Señor, le decía, cómo traspasan estas cosas mi encarnación. Tu nos salvaste en tu cuerpo de carne (Col. 1, 22) pasando por todo ello. Si no lo acepto, no soy tuyo en plenitud, permanezco en mí mismo”. Entonces poco a poco iba recibiendo esa gracia.
En el sentido del gusto apenas sufrí nada. En algún momento creí que me iba a dar asco de todo pero no fue así. Al ir superando con el gotero la insuficiencia renal me iba entrando un hambre que no conocía desde hacía mucho. La comida estaba compuesta por manjares simplemente de urgencias pero que me sabían a gloria incluida la lechuga cruda y sin aliñar. Lo terminaba todo. En el tacto, finalmente, lo peor era yo mismo. Tocarme lleno de heridas y de puntos, asquerosito por los cuatro costados. Me sentí muy pobre y el Señor iluminó esa pobreza mía con lo que comprendí muy bien la de los demás.
Otro segundo momento espiritual lo tuve cuando entendí que esta pobreza es aquella de la que habla el Papa Francisco en sus homilías. En esa pobreza estaba incluido yo como el más pobre y necesitado de todos con mi bolsa y mi incapacidad para moverme. Nadie me conoció en los cuatro días, nadie me saludó, nadie me individualizó, nadie me visitó a no ser las tres personas del convento o cercanas a él que me atendían en los escasos minutos que se les concedía al día. Era una soledad sufrida y disfrutada, parte de mi bien espiritual, como todo lo que me estaba pasando. Fueron muy pocas las palabras que pronuncié en los cuatro días a pesar de la amabilidad de la gente que me servía.
El Papa habla de encontrarse con los pobres en la calle, en las periferias y en las fronteras de la vida. Nunca estuve más en la calle que esos cuatro días, expuesto a todo y a las miradas y a la indiferencia de todos. Todos estábamos a la intemperie sin tener un hueco de privacidad o intimidad. Era como estar al aire libre sin casa ni hogar. Con ello me di cuenta de cómo viven los pobres de la calle, los excluidos que habitan las periferias y los que viven en las fronteras del hambre y la miseria. No veía a aquella gente desde mi riqueza, no había ido a hacerles una visita o a servirles en algo, estaba allí como un pobre y necesitado más. Quería descubrir algo de Cristo o, al menos, de sentido humano con mi razón pero nada me cuadraba en medio de una situación tan cruel e irracional.
Urgencias es un lugar para perder la fe porque allí ninguna racionalidad encuentra consistencia. El que quiera se escandaliza fácilmente de Dios y de su creación cuyo fracaso teníamos a la vista en la degradación del ser humano. En apariencia es un lugar fuera de la historia, ajeno a todo cristianismo, a toda bondad y a toda salvación. Veía aquel espectáculo y el juicio tendía a escaparse con facilidad de la punta de los labios. Sin embargo yo me salvé allí, se me dio un Espíritu de salvación. Desde mí vi a Jesucristo salvando y amando a los pobres. Era el Cristo del Calvario, el de la impotencia y el sufrimiento pero abocado al tercer día a la resurrección.
La salvación no es una cosa de bondad o de belleza, de moral o de comportamiento; no es un premio o una coronación, sino los pobres estarían excluidos; la santidad y la salvación están en Jesucristo. Él es el que nos salva, no nuestro esplendor o nuestras obras o méritos. ¿Aquel amasijo vulnerable de cuerpos torturados y degenerados, entre los que me encontraba yo, podría algún día resucitar? La historia y la creación no han fracasado, aunque a veces lo parece, gracias a Jesucristo. Su resurrección nos libera de la frivolidad y la vulnerabilidad del existir. A mí esta gran verdad se me iluminó en esta situación de horror, a otros a lo mejor también. A los demás el día que la gracia les aclare entrarán en el misterio de amor con que son amados. Todo es cuestión de luz y de Espíritu Santo que les llegará algún día a todos los pobres de la tierra. El que no rechaza a Jesucristo, aunque no sepa de momento más, está salvado. He aquí el gran anuncio.
En Urgencias también hay favoritismo y corrupción. Todos éramos muy bien atendidos pero no todos gozábamos de la misma consideración. A mi lado había un señor en buena edad que le había dado una angina de pecho y , por ejemplo, en el régimen de visitas era un privilegiado. Además pronto le dieron cama en planta. Tal vez era un empleado o dirigente de la Seguridad social. Lo mismo sucedía con otros. Estas riquezas injustas me molestaban un poco. Pero, hete aquí, que la chica que más me atiende, apareció el penúltimo día fuera de las horas de visita vestida de enfermera. Ella es enfermera titulada pero no en La Paz. Se agenció un uniforme celeste tal como lo llevan las enfermeras de la Paz, con su letrero y todo, y desde entonces andaba por Urgencias como Pedro por su casa. Nadie se metió con ella porque nadie paraba mientes en una enfermera más o menos. Al principio me hizo reír pero no me pasó por alto la injusticia y el privilegio que significaba esta treta para mí. De repente, se me iluminó un texto del evangelio: El Señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente (Lc 16, 8). Es como si me dijeran: “ No critiques ni te molestes porque otros sean mejor considerados, porque pierdes la pobreza y te pones al nivel de la injusticia. Acepta, incluso, sin juzgar, el privilegio de ser visitado de esa manera astuta por la chica amiga tuya. Es más, remacha Jesucristo: Ganaos amigos con el dinero injusto para que os reciban a su tiempo en sus casas. También dice que los hijos de las tinieblas son más listos que los de la luz, pero en el caso de mi amiga no se cumplió el evangelio.
Es cierto que según los criterios humanos en este comportamiento había injusticia pero Jesucristo hacía y decía estas cosas delante de los fariseos que se reían de él. Jesús no quería subvertir el orden establecido pero le dolía en el alma que aquellas gentes no reconocieran que la única justicia justa, la única que nos hace justos, la única que nos salva era él mismo. El pecado farisaico para Jesús era el de ocultar a los pequeños la verdadera justicia de Dios culpándoles con preceptos puramente humanos. El Reino de los cielos y su justicia se juega en otro plano distinto del de los arreglos humanos y el Señor nos invita a descubrirlo y penetrar en él. No queráis salvaros en las justicias, en las bondades y en las obras de este mundo porque ninguna de ellas produce la justicia del Reino. Poned vuestra confianza en las verdaderas riquezas y no en vuestros perfeccionismos y eficacias. No me iba a perder yo la salvación que había encontrado en la oración por la treta de mi amiga para visitarme “injustamente” algunos ratos. Jesucristo se encarga de probar esto de los dos planos en el evangelio cuando dice: El que pueda entender que entienda. Esta justicia del Reino es gratuidad y revelación y sólo siendo pobres lo podemos captar y entender.
En el manuscrito B de las obras de Santa Teresita del Niño Jesús hay una carta de una hermana suya[1] que alaba en Teresita las grandes manifestaciones de santidad que, al parecer, irradiaba, entre otras sus grandes deseos de martirio. La autora de la carta se alegraba de tener una hermana tan santa pero a la vez le entraba complejo a su lado. Teresita le reprocha su superficialidad: Mis deseos espirituales no me producen ninguna confianza. Son riquezas espirituales que se me pueden volver injustas. Injusto es lo que no produce la justicia del Reino, lo que no salva. Entonces le revela el secreto más profundo de su santidad que su hermana no entendió: Lo que agrada a Dios en mi pequeña alma es que ame mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia. Sólo en su misericordia. Esta pobreza era la gran riqueza de Teresita.
La hermana de Teresita creía que uno es justo delante de Dios por sus obras buenas, mientras que ella pensaba que hasta las virtudes y obras buenas se pueden convertir en injustas si no brotan desde la más profunda pobreza del alma. Qué bello el pesebre y el portal de Belén. A mí me molestaba que otros fueran más considerados que yo porque estaba en el mismo nivel de justicias e injusticias humanas. Yo quería ver en Urgencias una salvación palpable de Jesucristo para quedar yo bien. No se me dio ver nada pero, sin embargo, se me regaló la fe. El Señor me colocó en el otro plano por pura gracia y entonces empecé a amar lo pobre y el caos presente. A Teresita lo único que le importaba era su pequeñez e incapacidad total porque allí Jesucristo lo podía hacer todo. La misma incapacidad y pequeñez que había en Urgencias. El absurdo es conciliable con la gloria de Dios; más aún, en él, en la cruz, donde parece que no hay, es donde sucede la salvación. La vida en Urgencias no es un acto litúrgico ni hay una comunión física con Cristo pero el Espíritu Santo en la fe nos hace ver allí el cuerpo destrozado de Cristo, el mismo que parte y reparte el sacerdote en la eucaristía, el cuerpo cuyo referente ya ha resucitado y es el primogénito de entre los muertos.
Navidad 2013
Chus Villarroel O P
[1] Carta a Sor María del Sagrado Corazón del 17 de setiembre de 1896
Urgencias
Chus, me alegro tener noticias de tí. Pido para tí y para mí la FE-CONFIADA en la Misericordia del Señor. Un abrazo, Ana
Hallamos a Dios en la cruz ( instrumento de martirio ) . . . en las urgencias de un hospital . . .
¿ Como puede suceder esto ? . . .
En el maravilloso milagro de Dios . . . incomprensible para el mundo . . . este ocurre cuando el dolor, la dificultad y la adversidad es trasformada en amor.
Dios se nos ofrece en multiples manifestaciones. Unicamente su grandísimo amor puede abrir los ojos de nuestro corazón para que lo podamos encontrar en los lugares mas insospechados e inimaginables.
. . . sin amor no soy nada, decía San Pablo.
Sin amor no podemos percibir la presencia de Dios.
Pero con amor todo es posible.
Paz y bien